1.
EL ESPACIO PROTEGIDO. ¿NACE O SE HACE?
Podemos
definir el espacio
protegido
como aquél fragmento del territorio que contiene elementos
ambientales (bien sea un ecosistema completo, una especie endémica
en vías de extinción, una masa forestal autóctona importante...)
dignos de ser preservados para las generaciones futuras. Pero
ello implica una noción estática de la Ecología, y en general de
la vida. La superficie del planeta que hoy conocemos es la
consecuencia de millones de cambios climáticos, geológicos y
ambientales a lo largo de otros tantos millones de años. Y si en
base a la definición propuesta se pretende, con la protección,
que el estado que algunos ecosistemas interesantes
presentan en un momento dado se preserve, estamos tomando en cierto
modo una decisión antiecológica,
pues la Ecología implica cambio y mutación permanente. De
ahí que, para algunos, el simple proteccionismo esté en cierta
manera tan distante ideológicamente del Ecologismo. Este pretende no
tanto practicar la arqueología como asegurar a las generaciones
futuras que también ellos podrán seguir usando, gozando, y
sobre todo haciendo producir,
este planeta.
En
realidad, esa capacidad
de producción es
la esencia de los espacios protegidos, o a
proteger.
Salvo quizás las selvas amazónicas y otros territorios despoblados
(y aún éstos sólo en parte, pues no conocemos la actividad humana
que pudieron soportar hace diez mil años), en el resto de los casos
se trata de espacios cuya conformación y estructura ecológica
actual responde a las interacciones desarrolladas con las
comunidades humanas que los han habitado y explotado durante cientos
o miles de años. Unicamente unidades muy concretas como los
manglares o los atolones coralinos podrían sustrarse de esta
concepción.
Pensemos
por ejemplo en el caso de los bosques pirenáicos, que a los
visitantes les parecen hoy prodigio de la Madre Natura. Hace ya
muchos años, antes de que existiésemos los ecologistas, el profesor
Monserrat, del Centro de Investigaciones del CSIC en Jaca, demostró
que esos bosques son el producto de los montañeses que los han
habitado, y que han procedido a una progresiva y continuada
selección de especies y una ordenación
territorial
no planeada, en función de sus necesidades ganaderas y
forestales. El padre avant
la lettre
de la Ecología Social en España, Mario Gaviria, gustaba de utilizar
ese ejemplo en los años '70. Y, esencialmente, podemos decir
hoy lo mismo de la Dehesa y de cualquier otro de los supuestos
espacios
naturales
de la Península.
Naturalmente,
cuando esos bosques dejan de responder a la función que los ha
generado es cuando se transforman en espacios frágiles. Pasan a
cumplir una función para la que no han sido diseñados,
como puedan ser el ocio y el turismo, y lo más probable es que
acaben siendo pasto de las llamas. El nuevo bosque que surja
(suponiendo que surja, es decir, que la erosión no acabe con la
capa vegetal), cincuenta o cien años más tarde será distinto, y
dependerá su conformación del uso y función a que se destine
por sus moradores o vecinos.
Lo
dicho puede aplicarse también a los miles de kilómetros de sotos y
vegetación de ribera destruídos en los últimos años en todos
los ríos españoles. Durante siglos han suministrado madera a los
pueblos vecinos, caza menor, han protegido de las inundaciones
periódicas. Mientras ello era así, los habitantes de los pueblos
vecinos los conservaban, los vigilaban incluso, quedando recuerdo de
numerosas ordenanzas municipales de protección de estos
espacios altamente productivos y funcionales. Mas la regulación
aguas arriba de los ríos, la introducción de otras formas de
calefacción, y otros cambios en la civilización de su entorno los
hizo casi innecesarios a los ojos de sus habitantes. Como además
eran espacios insalubres y focos de infección, se apartan de ellos,
y se difumina el control social. Llegan quienes se hacen cargo y los
reconvierten en choperas. O, como en el caso de los bosques, pasan a
ser pasto de turistas y domingueros, que en poco tiempo acaban con
ellos.
Por
supuesto puede argumentarse que el cambio de función no tiene por
qué implicar la destrucción, pues el recreo y el ocio también
precisan de espacios 'naturales'.
Es posible en teoría, pero empíricamente está demostrado que
el
ocio y el turismo no pueden desarrollarse en espacios
auténticamente naturales, sino que deben ser previamente
adaptados a esta nueva función.
Salvo en casos muy concretos y minoritarios, representados por el
turismo ecológico, que deja de ser un artificio.
En
suma, y es lo que me gustaría destacar en este punto, cada
modelo de producción, cada sistema productivo, precisa de una
Naturaleza funcionalmente adaptada a sus necesidades. La Naturaleza
no es algo externo al Hombre y sus sociedades, sino que es en sí
misma un producto social.
Y en consecuencia los espacios protegidos, o a proteger, no son
sino el fruto de las actividades humanas en su interior.
Los
espacios que hoy los 'conservacionistas'
clasifican de interés lo son porque los han conservado sus
pobladores, con unos hábitos que, eso es cierto, coincidirían con
lo que ahora se conoce como agricultura, ganadería o gestión
forestal ecológicas. Pero esos hábitos, en el periodo histórico
que fueron diseñados,
causaron sin duda un fuerte impacto ambiental, pues de hecho
equivalían a lo que ahora llamamos tecnologías
punta.
Naturalmente, estamos haciendo un análisis materialista de las
cuestiones ecológicas. Hacer otro tipo de consideraciones es puro
romanticismo, apto para las movilizaciones ambientalistas pero
inservible para el análisis social.
Partiendo
de las consideraciones que he expuesto, personalmente he insistido
desde hace dos décadas en que la consideración de espacios
protegibles no debe por tanto limitarse a lo que los
ambientalistas denominan espacios
naturales,
sino que debe extenderse a todos los espacios que, producidos por la
acción humana o por la interacción entre el hombre y la
Naturaleza, se ofrecen hoy como ecosistemas complejos y a la vez
frágiles, dignos de ser conservados no tanto -o no sólo- por
sus valores ecológicos, sino también y sobre todo por su
importante función productiva. Es el caso, en el que siempre he
hecho especial hincapié, de las huertas milenarias que ocupan miles
de hectáreas de muchos pueblos y ciudades españoles. Y, aún más
allá, en realidad habría que considerar a la totalidad del
territorio como espacio
protegido.
En unos casos esta protección puede implicar conservación, en otros
transformación y mejora ecológica.
Por
otra parte, no hay que olvidar que el hombre necesita de todo el
territorio. No sólo de unas áreas útiles para la satisfacción de
sus necesidades materiales, sino también de otras, o de todas ellas
simultáneamente, para la satisfacción de otro tipo de
necesidades del espíritu. El problema del capitalismo consiste
justamente en que conduce a los hombres a considerar tan sólo la
función productiva del territorio, y aún ésta se mide sólo en
términos de rentabilidad mercantil. De ahí que el puro
conservacionismo conduzca a menudo a callejones sin salida,
porque olvida las bases del funcionamiento real de la economía y de
la sociedad. En términos estrictos, tan sólo la superación de las
contradicciones básicas del capitalismo, empezando con la
consideración del beneficio como único motor del desarrollo, puede
permitir plantear una auténtica gestión ecológica.
2.
¿PROTECCION U ORDENACION DEL TERRITORIO?
Si
se está de acuerdo con lo dicho, se concluirá que en modo alguno la
protección puede ser sinónimo de abandono productivo o bloqueo de
actividades. Debemos ubicarnos en un utilitarismo bien entendido,
pues es un hecho que, en la mayoría de los casos, el abandono
productivo de un espacio para facilitar su conservación
conducirá ineludiblemente a su degradación ecológica y a la
entropía destructiva. Sólo el mantenimiento de su función
productiva (por supuesto que entendida en términos distintos de la
simple lógica del beneficio) puede facilitar la auténtica
conservación.
Por
otro lado, hemos visto cómo la protección
en modo alguno puede limitarse a los espacios considerados naturales,
sino que debe extenderse a otros muchos territorios que ofrecen
valores de la misma o mayor importancia, como es el caso citado
de las huertas, o de áreas periurbanas que si bien no son de gran
riqueza naturalística, cumplen una importantísima función
desintoxicante para las ciudades; y, en cierto, modo a la totalidad
del territorio.
De
lo que se trata, por tanto, es de diseñar una ordenación
que, por decirlo de forma sencilla, ponga cada cosa en sitio. Esa es
la función que debería cumplir la Ordenación del Territorio en el
marco del planeamiento urbanístico. Hasta hoy éste se ha
limitado a actuar en los cascos urbanos, sin duda por deformación
profesional de los arquitectos, que en cierto modo han secuestrado el
tema durante décadas al resto de los profesionales interesados
(sociólogos, geógrafos, biólogos, economistas, agrónomos...), a
pesar de que en todo momento la legislación (y más especialmente
las mejores elaboraciones teóricas que se han realizado sobre
Urbanismo y Ordenación del Territorio) han aconsejado con toda
nitidez que la ordenación urbanística afecta a la totalidad
del término municipal. En los últimos años, el planeamiento
urbanístico municipal camina en creciente medida en esta
dirección, a medida que se ha acentuado su carácter
interdisciplinario, y diversas comunidades autónomas han
desarrollado o están empezando a desarrollar directrices de
ordenación cada vez más pormenorizadas -a veces demasiado-.
Este
tipo de Ordenación Territorial debe fijar aquéllas áreas de
interés en las que cualquier tipo de actuación (incluídas la
agricultura, la ganadería o la explotación forestal en ciertos
casos) deba realizarse bajo estrictas medidas de control. Por
supuesto que siempre con un sentido de progreso bien entendido.
En
este sentido, hablaremos para los espacios protegidos, y en general
para todos los territorios con valores de cualquier tipo, de
actividades eco-compatibles,
pero siempre en dos direcciones: compatibles con el ambiente, con el
paisaje, y al par compatibles con su función productiva. Porque en
ningún momento debe olvidarse que el hombre debe seguir
alimentándose, y avanzando para hacer posible la acumulación de
capital social que justamente facilita los programas de
conservación. Y ello implica ciertas intensidades
de uso,
máxime en un país como el nuestro, que tendrá unos 50 millones de
habitantes en el año 2.000 -por supuesto, si fuésemos 10 millones,
como a finales del siglo XVIII, la cuestión sería muy distinta-.
Así,
centrándonos en la agricultura, la ganadería o la explotación
forestal, en el caso de los espacios protegidos de mayor interés
deberían plantearse las actuaciones en términos en cierto modo
similares a como se plantean las artesanías. Con sus sistemas de
producción tradicionales, pero asumiendo que esos sistemas de
producción tienen un coste añadido (se carge directamente al
consumidor, como ocurrirá en países de mercado asilvestrado, o
indirectamente vía fiscalidad y presupuestos públicos en
aquéllos países en los que se aplica al mercado un correctivo
social y de planificación), y que paralelamente desde otras áreas
de la industria se mantiene una producción más masiva y
estandarizada de bienes de consumo. Ese es justamente el caso de la
agricultura ecológica. En realidad, y aunque parezca una
contradicción, si esa agricultura es hoy posible es porque
existen excedentes.
Y para que pueda extenderse en mayor medida, y puedan además
liberarse extensos territorios para una función paisajística o
ambiental, es preciso mantener en otras áreas una agricultura de
elevadas productividades. Se trata pues de complemetar agricultura
dura
y agricultura
ecológica.
Es
precisamente esa complementariedad e interrelación
dinámica la base de los ecosistemas, y esa debería ser también
la base de funcionamiento del ecosistema humano por
excelencia: la Economía. Desgraciadamente, aunque este planeta pueda
y deba regirse por unos criterios más ecológicos de los que impone
el capitalismo salvaje, una población de 5.000 millones de
habitantes no permite ser alimentada con agricultura ecológica, ni
satisfechas sus necesidades de bienes de consumo con la artesanía.
Ni estaríamos dispuestos a ello los habitantes de los países más
desarrollados, ni mucho menos lo estarían los habitantes de los
países menos desarrollados, salvo que les fuese en ello la vida
(la suya, no la del planeta).
Todo
ello exige, en fin, para las actuaciones en este tipo de espacios
protegibles, proyectos muy definidos, no sólo en lo concerniente al
previo análisis del impacto ambiental de la actividad, sino en todo
lo que sea control y seguimiento de las interacciones ecológicas
derivadas no previstas.
Todo
ello nos llevará a permitir o promover, según los casos,
actividades muy diversas según el tipo de espacio protegido. Puede
tratarse de una explotación forestal controlada, que mejore el
bosque y lo protega de los riesgos de incendio (que no sólo afecta a
los pinos). Puede ser también la explotación (incluso cultivo) de
plantas aromáticas y/o medicinales. Puede tratarse en otras
ocasiones de sistemas de ganadería extensiva combinada con otras
actividades. En otros, en fin, puede darse una recuperación de
la hortelanía tradicional... En suma, siempre
se ha de tratar de mantener las actividades, pues la presencia del
agricultor, del ganadero, del leñador o el hortelano, es siempre la
mejor defensa frente a las agresiones exteriores al ecosistema a
proteger.
Y, por supuesto, esa ordenación urbanístico-territorial ha de
prever y definir normativamente el resto de actividades compatibles
con la actividad primaria: el tipo de edificios admisibles, la
tolerancia o no de áreas de ocio (residenciales o no residenciales),
las condiciones para la apertura de vías de comunicación (en cuanto
a movimientos de tierras, etc), la ubicación de las plantas de
transformación industrial, y un largo etcétera de cuestiones
que unos pocos equipos de urbanismo hemos venido introduciendo en
España a lo largo de las dos últimas décadas, para sorpresa y
espanto, a menudo, de las propias Administraciones que habían
encargado o debían gestionar a posteriori el planeamiento.
Pero
personalmente creo que puede y debe irse mucho más lejos. He
explicado mi concepto de los espacios protegidos como fruto de
las actividades humanas, y acabamos de citar la posibilidad de
liberar de la producción agroindustrial extensos territorios
que a pesar de los elevados inputs energéticos no obtienen altas
productividades, como es el caso de cientos de miles de hectáreas de
secanos malos en España. Así, creo que la confluencia de
actividades ecológicas puede facilitar el surgimiento de nuevos
espacios de interés ambiental, esto es la transformación de
ecosistemas pobres en ecosistemas ricos. En la Comunidad de Madrid
tuvimos ocasión hace años de proponer todo un programa de
recuperación de los terrenos del Sur del Area Metropolitana,
de ínfima calidad agronómica y totalmente deforestados, mediante la
acción sinérgica de distintas actuaciones: recuperación de los
resíduos sólidos orgánicos para la creación de capa vegetal,
utilización de las aguas residuales para superar los déficits
hídricos, repoblaciones forestales de función diversa (masivas en
los cerros, lineales de frutales en todos los caminos, cauces
públicos y vías de comunicación, islas recreativas), creación de
polígonos de huertos familiares de ocio...
Tan sólo el programa de huertos familiares fue puesto en práctica,
de forma muy tímida, a mediados de los años '80. Pero este programa
ha mostrado cómo unas doscientas hectáreas de la Vega del Henares,
anteriormente degradas, podían reconvertirse en un
complejo ecosistema, artificial pero perdurable. Esta
experiencia tiene el valor añadido de ser justamente la primera vez
en España en que la agricultura ecológica se impone como
obligatoria (aunque los huertos eran de ocio, no profesionales). A
menudo hemos propuesto también, en el marco del planeamiento, a
diversos Ayuntamientos de puntos muy distintos del Estado, el
abandono del cultivo en parte de las tierras comunales de secano y su
transformación en lotes forestales que inicialmente serían de
ocio y cesión temporal a particulares, bajo el compromiso de la
plantación y cuidado de un arbolado variado. Hasta hoy no han tenido
mucho éxito este tipo de propuestas, pero posiblemente las veamos
implantarse a medida que se desarrolle la Nueva Política Agraria de
la Unión Europea.
Resumiendo
esta primera parte, creo que los llamados espacios
protegidos
pueden permitir la coexistencia de no pocas actividades agrícolas,
ganaderas o forestales, siempre que éstas sean eco-compatibles.
Pero, más allá de esta consideración, creo además que la
agricultura, la ganadería y la gestión forestal eco-compatibles,
complementadas con otras acciones ecológicas, pueden permitir la
mejora territorial y la multiplicación de los espacios de
interés ambiental. Como en tantos otros órdenes de la actividad
humana, lo que fundamentalmente hace falta, previamente o más
allá del desarrollo de técnicas, o de la recuperación de técnicas
olvidadas, es la apertura a la imaginación.