Jóvenes y ruralidad en Extremadura. Algunas reflexiones
Artemio Baigorri
Conferencia en el Curso de Gestión de Programas Juveniles
Escuela de Administración Pública de Extremadura
Mérida, 15 de Noviembre de 1999
Esta intervención es precipitada. Se me ha convocado hace dos días, y apenas he podido hilvanar algunas notas, basadas en otras intervenciones recientes y en algunas reflexiones de urgencia. Si fuese un académico comme il faut debería haberme negado, porque no contamos con datos fiables sobre los que establecer conclusiones, y además yo no soy, ni quiero serlo, un especialista en juventud; la juventud es únicamente una variable en mi interpretación de la realidad social. Pero como cuesta decir no a los jóvenes, lo que haremos será plantear unas pocas cuestiones en torno a las cuales podamos hacer una reflexión colectiva. Básicamente, hablaremos de los dos conceptos que dan sentido a este encuentro: el de juventud y el de ruralidad. Pensando, por supuesto, en una perspectiva de largo alcance, atendiendo a las grandes tendencias.
La reflexión sobre el concepto sociológico de jóvenes, o de juventud, es muy importante, porque todas las políticas de juventud se diseñan según la amplitud social de dicho concepto, sobre el que por lo demás no existe ningún acuerdo en todos los ámbitos de la administración, ni existe unidad de criterios en los estudios sociológicos. Por ejemplo, ¿por qué desde los organismos que tratan con la promoción del empleo se considera ‘paro juvenil' al comprendido por debajo del límite de 25 años, mientras que los programas de promoción juvenil incluyen habitualmente hasta el límite de 30, y en programas de ayuda a la vivienda puede llegarse hasta los 35?. El problema no estriba en que uno pueda sentirse joven toda su vida, lo que por lo demás siempre me ha parecido patético; el problema es que no podemos hablar de los jóvenes si no hay un acuerdo general sobre qué fragmento de la población estamos hablando. Y es un auténtico problema cuando realizamos análisis sobre datos secundarios; porque, por ejemplo, la EPA sólo ofrece desagregados los tramos de 16-19 y de 20-24, pero no los de 25-29. Asimismo, cuando analizamos informes sobre la juventud, vemos que a menudo se hacen sobre límites diversos, por lo que entonces no hay posibilidad de comparación estadística fiable.
El primer problema lo tenemos en el límite inferior. ¿Debemos incluir la adolescencia en el concepto de juventud?. La evidencia nos muestra que sí, en la medida en que la sociedad se dirige hacia ella en tales términos (la publicidad, el mercado, la educación...); pero ¿cuándo empieza?. En el caso de las mujeres la aparición de la primera menstruación parece un signo claro, que por cierto ha descendido ya muy debajo de los catorce años. A partir de ese momento muchas chicas empiezan, no sabemos realmente en qué porcentaje, a hacer el tipo de cosas que generalmente entendemos que hacen los jóvenes, el embarazarse de forma indeseada (que no por falta de deseo), beber, fumar, ir solas a los conciertos de sus ídolos, acudir a las discotecas, lights o hards dependiendo fundamentalmente de su desarrollo volumétrico. Pero en el caso de los hombres los límites inferiores son más problemáti cos. En cualquier caso, debe fijarse en un tramo de edad oscilante entre los 13 y los 15.
Sin embargo, es más problemático todavía el límite superior. El problema no estriba en aspectos psicosociales, porque el problema último no es conocer cómo se sienten los jóvenes, sino determinar qué cosas puede hacerse por ellos desde las instituciones que se dedican a ocuparse de ese tramo de nuestras vidas en el que todavía no somos plenamente autónomos. Es decir, por decirlo con claridad, ¿hasta qué edad debe el Estado seguir ayudando a las familias a orientar, formar, entretener, en suma ocuparse de sus hijos?.
Respecto de ese límite superior, en la actualidad nos enfrentamos a un proceso de cambio social de carácter estructural, a una readaptación orgánica, en función del alargamiento de todos los ciclos vitales, y que por tanto influye entre otras cosas en un progresivo atraso del momento de incorporación al trabajo de los seres humanos. Partimos, en nuestra reflexión, de una evidencia irrefutable que nos aportan las ciencias de la vida: en términos generales, y aunque podamos encontrar excepciones, a medida que crece la complejidad de los organismos biológicos, su ciclo formativo, o periodo de inmadurez, se amplía.
Debemos considerar, en primer lugar, que, en nuestras sociedades ricas y tecnológicamente avanzadas (y desde luego Extremadura lo es, en relación al conjunto mundial), las necesidades materiales básicas de cualquier familia están cubiertas; son ya muy escasos los jóvenes que deben buscar trabajo de forma imperiosa para que su familia pueda comer, como ha ocurrido históricamente.
En segundo lugar, la cantidad de conocimientos, saberes y hábitos que el ser humano ha debido asimilar antes de enfrentarse a cualquier ocupación son crecientes: un niño de 8 años podía incorporarse hace cien años, o hace incluso unas pocas décadas, a buena parte de las tareas agrícolas, o incluso a las minas... Hoy, a pesar de que en apariencia la tecnología simplifica nuestras vidas, los conocimientos que hay que dominar para ejercer cualquier oficio, e incluso para desenvolverse en la vida cotidiana, son mucho mayores. ¿Qué tiene de particular que, así como los humanos, en tanto que mamíferos más evolucionados, somos los que más tardíamente nos convertimos en seres orgánicamente autosuficientes, asimismo la evolución conduzca a un periodo cada vez más amplio de preparación para la autosuficiencia social?. El siguiente esquema quiere representar este modelo.
No vamos a elucubrar sobre las tendencias futuras de la sociedad; a los sociólogos (al menos a los que nos consideramos medianamente buenos) no nos gusta hacer proyecciones lineales de ninguna variable, porque son demasiadas las variables complementarias que entran en juego. Pero podemos jugar a imaginar como realidad aquella máxima que algunos, sin duda poco amigos del trabajo, pintaban en las paredes de Paris en 1968: "Vivamos de nuestros padres hasta que podamos vivir de nuestros hijos". Algunos casi lo han conseguido.
En cualquier caso, parece razonable el situar el límite superior de la categoría de jóvenes en los 30 años, en consonancia con el retraso en la edad de la emancipación que se viene produciendo, y que en modo alguno puede atribuirse en exclusiva a fenómenos como el paro o, según se pretende más a menudo, a epifenómenos como la carestía de la vivienda.
En diversas ocasiones se ha propuesto, y personalmente me parece hoy por hoy la solución sociológicamente más razonable, incluir como jóvenes a los comprendidos entre los 14 y los 30 años. Naturalmente, es evidente que no podemos hacer un paquete indiferenciado con ellos, por lo que puede ser aceptable la clásica distinción entre adolescencia, juventud y madurez, a conceptos más acordes con la realidad actual: adolescencia (hasta los 15 ó 16 años), juventud orgánica (hasta los 24 ó 25) y juventud funcional (hasta los 30). Los límites intermedios deberían ajustarse pensando en la eficiencia empírica, esto es, en la disponibilidad de fuentes primarias de información sobre cada tramo, puesto que es indiferente a efectos de programas de acción poner el límite un año arriba o abajo. Pero en cualquier caso ello implica, por ejemplo, en cualquier análisis de la juventud, la construcción de muestras elevadas para que podamos tener datos suficientemente fiables de todos los grandes subgrupos, pues de otro modo el hablar de la juventud para un continuum tan amplio dejaría de ser significativo.
Naturalmente, bajo los presupuestos que he puesto de manifiesto, no podemos estar de acuerdo con la creencia, extendida entre algunos investigadores, de que la juventud no se define tanto como un periodo de transición a la vida adulta, sino como una nueva etapa de la vida del individuo, plena y autónoma. Del mismo modo que me resulta propio de la metafísica el debate sobre si el ser joven es una edad, o una posición en el curso de vida. Más importante me parece hacer otro tipo de distinciones al tratar de la juventud. A menudo, el concepto juventud no es sino una estratagema de la razón para ocultar, o disminuir la importancia, de otro tipo de divisiones sociales bastante más determinantes que la edad. Me es indiferente si otorgamos mucha o poca importancia al concepto de clase social, o preferimos utilizar categorías como el género, o los grupos de status... Lo importante es que, con independencia de que, desde una perspectiva psicológica, o incluso microsociológica, las distintas edades conlleven niveles de madurez distintos, problemas de interacción distintos, las grandes fracturas están no en la edad, sino en el acceso a los bienes, me es indiferente si queremos hablar del acceso a los medios de producción, o a aquellos bienes que hoy constituimos indicadores del bienestar y la riqueza. Las diferencias que repetidamente muestran los estudios sobre jóvenes nos alertan sobre la importancia de esas clasificaciones. ¿Cómo vamos a hablar del comportamiento, actitudes o necesidades de los jóvenes extremeños?. ¿Qué demonios tienen que ver los jóvenes de los barrios marginales con los de las zonas nobles de la ciudad, los hijos de jornaleros o pequeños agricultores con los hijos de grandes terratenientes o profesionales liberales?. ¿Que todos ellos tienen problemas de comunicación con sus padres, y un cierto toque de inseguridad?. ¿Que todos se enamoran y bajan el rendimiento de los estudios?. Sin duda, pero ése es un problema que atañe a los psicólogos, no a los sociólogos, por lo que solo me interesa en la medida en que soy padre. Me interesa más conocer las diferentes estrategias de integración en la sociedad, los distintos elementos utilizados para la construcción de su identidad, los esquemas excluyentes de ocupación del espacio que utilizan esos grupos sociales plenamente diferenciados, y a menudo enfrentados. En suma, me interesa, nos interesa, conocer qué persiguen, y qué capacidad de elección tienen para alcanzar lo que persiguen. Sobre todo, porque las estructuras sociales tienen bastante cerrado el campo de elección para muchos sectores de la población juvenil.
En cualquier caso, definamos como definamos el ámbito de la juventud, sobre lo que no hay asomo de duda es sobre el hecho de que cada son menos: es decir, la clientela de las instituciones especializadas en los jóvenes se está reduciendo, aunque la ampliación del concepto permita compensar provisionalmente la pérdida de efectivos. Y el hecho cierto es que se va a seguir reduciendo durante al menos los próximos diez o quince años, porque las bajas tasas de natalidad que se han alcanzado en España, y también en Extremadura, no terminan de encontrar el fondo de la curva.
No obstante, esa baja natalidad se compensa en una pequeña parte por el creciente flujo de inmigrantes, con elevadas tasas de natalidad; un dato a tener muy en cuenta, también en lo que se refiere a las políticas de juventud. En otros países, con mayor tradición y volumen de inmigración, hemos asistido a crecientes problemas de convivencia, y en nuestro país se han empezado a hacer visibles. Porque cuando no se logra integrar en la cultura local dominante a los llegados de fuera (integración que sólo se produce cuando se dispone de idéntica capacidad de acceso a los bienes), y a la vez no existe variedad cultural suficiente, ni equilibrio de fuerzas, como para que se generen situaciones de multiculturalidad real, no meramente discursiva, pueden generarse situaciones de radicalismo tanto por parte de la cultura receptora como por parte de la cultura exógena (Bloul, R. (1998). From moral protest to religious politics: Ethical demands and beur political action in france. The Australian Journal of Anthropology, 9(1), 11-30).
¿Y qué sabemos de esa quinta parte, aproximadamente, de la población extremeña, a quienes consideramos jóvenes?. Pues muy poco, realmente. A ciencia cierta, dado que como he dicho el último Censo (que aporta ciertamente mucha información) es de 1991, sólo conocemos su comportamiento en el mercado de trabajo, su orientación profesional. Del resto no sabemos nada; aunque, como he dicho en otro momento, podemos manejar la arriesgada hipótesis de que responden en términos generales a las características de la juventud española, y entonces sí podemos conocer muchas de sus pautas de comportamiento, actitudes, valores y necesidades.
Respecto a su posición en el mercado de trabajo, la tasa de paro, como tendencia, no ha dejado de incrementarse. Aunque hemos asistido recientemente a algunos leves descensos, seguía siendo en el último cuatrimestre de 1998 de un 50%, frente al 17% de 1977. Sin embargo, frente a las tremebundas tasas, las cifras absolutas muestran un comportamiento más razonable. Mientras que el número de parados mayores de 25 años no ha dejado de incrementarse en términos absolutos, por el contrario las cifras de parados jóvenes vienen reduciéndose sistemáticamente desde hace una década. Exactamente desde 1986 en el caso de la cohorte de 16-19 años, y desde 1989 para la cohorte de 20-24 años. En el momento de máxima intensidad llegó a haber algo más de 50.000 parados de menos de 25 años en Extremadura, mientras que en el tercer trimestre de 1999 la cifra no es de 27.000. No olvidemos que 1983 el paro juvenil llegó a suponer casi un 63% del paro total, mientras que hoy su participación en el paro no llega al 26%. En 1991 ya pronosticamos que el paro juvenil iba a a dejar de ser uno de los problemas más graves de esta región, y que se seguiría produciendo una tendencia a la baja.
Respecto a las causas que están incidiendo para que el paro juvenil se reduzca hasta dejar de ser uno de los problemas más importantes del mercado laboral, tenemos un fondo económico, en la recuperación de la economía mundial y por extensión de la española que se viene produciendo desde 1995. Pero hay especialmente tres razones sociológicas más determinantes. La primera es el propio reflujo de la ola del baby boom. A partir de 1988, la población de menos de 25 años se viene reduciendo sistemáticamente, debido a la caída de la natalidad que se inicia en los años '70. Después de haber llegado a haber casi 192.000 jóvenes, ahora estamos en unos 150.000 y, según las proyecciones que en su momento realizamos, en el próximo Censo de Población del año 2.001 no creo que lleguen a 140.000; esto es, estaremos idénticas cifras que en 1977. Lógicamente, a medida que se reduce el número de jóvenes las probabilidades de que los recién llegados encuentren trabajo se multiplican.
Sin duda la propia amenaza del paro ha promovido estrategias familiares tendentes a la inversión de tiempo y recursos en formación -esta cuestión ha sido muy estudiada para el caso de las mujeres-, pero obviamente si la oferta formativa no hubiese existido eso no hubiera sido posible. El gráfico muestra, de una parte, el fuerte incremento en el periodo considerado de la población mayor de 16 años inactiva por razón de estudios -es decir, población que opta por retrasar el momento de su incorporación al mercado de trabajo-, que pasa de 35.000 a en torno a 70.000 en la región. Y, en clara correlación, la fuerte caída de la tasa de actividad juvenil.
Pero volviendo a nuestros factores, el tercer factor es también de índole sociodemográfica. Aunque la población de 55 y más años viene incrementándose sistemáticamente -con una cierta ralentización a partir de 1992, ya que empiezan a alcanzar dicha edad las cohortes mermadas por la guerra civil-, y llega además en mejores condiciones físicas que las generaciones precedentes, sin embargo tanto el número de activos como sobre todo el de ocupados se viene reduciendo de forma sostenida. De una forma inconsciente, como si de un organismo se tratase, y en contra de las opiniones basadas en tópicos, los brazos más viejos están dejando paso a los más jóvenes. Aunque sin la universalización de las pensiones y la continuada mejora de las mismas que se ha producido en ese periodo muchos menos se habrían animado a hacerlo. El hecho cierto es que mientras en 1977 un 26% de los mayores de 55 años (71.000 personas) se declaraban activas, y veinte años después la tasa de actividad se reducía a un 13% (algo menos de 42.000 personas).
He advertido en repetidas ocasiones, y quiero insistir en ello, en que si no se producen aportes demográficos externos vamos a pasar de tener un problema de paro juvenil a sufrir un déficit crónico de fuerza de trabajo joven, y esto me parece mucho más preocupante desde la perspectiva del desarrollo social y económico de la región, y de su bienestar. Y todo esto debe llevarnos a reflexionar sobre dos cuestiones bien distintas: la primera, en torno a una política de cupos de inmigrantes más adecuada a las necesidades de la región, especialmente pero ya no únicamente en el sector agrario; la segunda, en torno a si la cultura formacional que hemos implantado en los últimos años, y que está llevando a muchos jóvenes a rechazar sistemáticamente los trabajos que estiman no se acomodan en cuanto a dureza o retribución a su status formativo, no debería ser reorientada hacia una revalorización del trabajo. Esto es importante, aunque insisto que estamos hablando solo de hipótesis, porque por ejemplo puede suponer fomentar algo menos la cultura del ocio (creativo o no), y algo más la del trabajo (siquiera a tiempo parcial). Lo cual, en modo alguno, supone una aceptación de las críticas a la creciente universalización de la enseñanza universitaria. Repetida mente, todos los análisis nos muestran cómo la población universitaria tiene muchas mayores probabilidades de encontrar trabajo que quienes cuentan con estudios medios, aunque sean de Formación Profesional, aunque el momento de plena incorporación al mercado de trabajo sea más tardío entre los universitarios.
De hecho, los datos que tendemos a nivel nacional nos muestran que los jóvenes españoles parecen tener una ética del trabajo menos relajada de lo que a veces podemos pensar quienes nos ocupamos de ellos. Los jóvenes no sólo piensan en y buscan el ocio, por muy creativo o solidario que sea, sino que como en todas las épocas buscan ir incorporándose al proceso productivo, como sea. A menudo, somos los adultos quienes, por un lado con nuestro ejemplo, y por otra parte obsesionados por la inversión formativa, les desanimamos de que tomen trabajos precarios, o a tiempo parcial, poco remunerados o no coincidentes con su status académico. Según los datos del CIS, el 61% de los jóvenes considera que su generación es amante del trabajo (CIS, 1999), y las experiencias que se van generalizando de prácticas de empresa en la Universidad, generalmente no remuneradas, es un ejemplo de que los jóvenes, como siempre, lo que buscan fundamentalmente es prepararse para ser útiles y ser autónomos. Después de la salud, la familia y la amistad, el trabajo aparece como el siguiente elemento al que los jóvenes otorgan mayor valor, considerándolo importante o muy importante, por encima incluso que a la educación, y por supuesto por encima del ocio.
Pero una vez más debemos volver a las desigualdades, y a la insistencia en que no debemos considerar a los jóvenes como un paquete indiferenciado. Cuando sobre datos empíricos relacionamos el status socioeconómico de las familias, tomando como indicador los ingresos mensuales, con la situación de los jóvenes, observamos con claridad cómo no sólo el paro, sino también la inactividad aparentemente voluntaria de las mujeres, se concentra en los grupos sociales económicamente más débiles. Vemos cómo los jóvenes en cuyos hogares se ingresan por encima de las 350.000 Pts mensuales no conocen el paro en ninguna de sus formas, ni siquiera ese curioso paro de quienes estando estudiando buscan un empleo, y que sin duda en la Encuesta de Población Activa aparecen como parados. En suma, aunque problemas como el paro juvenil afecten también a las clases medias, en donde se convierte en un auténtico problema es entre las clases económicamente más débiles.
Obviamente, la posición social está estrechamente relacionada con el nivel de formación alcanzado. Veíamos cómo, a pesar de los tópicos que se extienden sobre la materia, interesados en reducir la tendencia a la universalización de la formación universitaria básica, los universitarios conocen el paro en menor medida que aquellos que cuentan con niveles inferiores de formación. Pero es que los niveles de formación se siguen correlacionando, a pesar de los profundos avances hacia la universalización de la enseñanza media e incluso superior, con la posición económica de las familias.
Es por todo ello un auténtico escarnio que, entre los jóvenes cuyas familias ingresas menos de 100.000 pesetas al mes, casi el 60% no haya logrado terminar ni siquiera la EGB. Y es también por ello una auténtica vergüenza que desde los grupos de poder se intente, por vías diversas y a cual más sibilina, convencer además a los grupos sociales más débiles de que no es entrando en la Universidad como sus hijos alcanzarán la integración social y un más eficiente ingreso en el mercado de trabajo. La Universidad ha sido, y esperemos que siga siéndolo, si dejamos a un lado las loterías, la explotación del hombre por el hombre y las actividades ilegales en general, el principal mecanismo de movilidad social vertical en los países avanzados.
Por lo demás, si no tuviésemos en cuenta esas profundas fracturas sociales, y tomásemos a la juventud como un todo, en realidad sobraría casi cualquier programa. Pues los datos de encuestas nacionales nos muestran que, en general, los jóvenes son relativamente felices, están a gusto con sus familias, consumen con fruición, se divierten, y estudian casi todo lo que quieren y aún más de lo que a veces quieren. Pensemos que, incluso en el peor de los casos, en temas sexuales, en más del 51% de los casos la opinión de los jóvenes coincide plenamente con la de sus padres; porcentaje que se eleva al 62% en asuntos de religión, y al 72% en cuestiones de ocio. Están felices en sus casas. Por lo demás, ven el futuro incierto, y optan por vivir al día (aunque no todos, sólo un 61 % de los casos), pero no es sino el temor que por ley natural les corresponde sentir ante el futuro, en el que (no todos) observan que tendrán mayores dificultades que hoy para trabajar, obtener vivienda o ganar dinero. En suma, la juventud española, y mientras no podamos comprobar nuestra hipótesis de asimilación, debemos creer que también la extremeña, vive en una Arcadia como nunca ha conocido generación alguna. ¿Para qué preocuparse, por tanto, si no nos paramos a pensar en las diversas juventudes que realmente existen, y a distinguir las profundas dificultades de todo tipo con las que algunos jóvenes se encuentran, y no precisamente en lo que se refiere al acceso al ocio?.
¿Qué quiere decir todo lo expuesto, desde mi punto de vista, en relación a vuestros intereses corporativos, como organizaciones de juventud?. Pues que, si mis apreciaciones son acertadas, es previsible a corto y medio plazo una menor atención por parte de la sociedad y las instituciones a vuestras demandas: sois menos, y estáis en una situación envidiable, ni siquiera el espantajo del paro es ya un problema social, en la juventud, que pudiésemos considerar grave. Por lo que intuyo que las políticas de juventud van a volver a ser, y deben serlo, en el sentido más universal, políticas de socialización. Vamos a ver en el futuro, seguramente, menos programas y proyectos orientados al ocio, a la creatividad o la iniciativa personal, y muchos más orientados a la prevención (de las enfermedades de transmisión sexual, de la drogadicción, etc) y a la promoción de la cultura del trabajo. Naturalmente, el previsible cambio de rumbo de las políticas de juventud abre más que nunca el campo al papel que la política y la ideología juegan en los procesos de socialización. Porque hacer viviendas, o equipamientos juveniles, puede tener color político pero es básicamente gestión; pero la socialización en valores sí que viene claramente determinada por la ideología.
Respecto al otro concepto, el de ruralidad, voy a aportar tan sólo una idea, muy esquemáticamente, para que si queréis discutamos sobre ella. Vengo trabajando en ello desde hace unos años, y puede expresarse fácilmente: lo rural lo existe. La urbaniza ción, como modo de vida, se extiende en el marco de la globalización telemática a todo el espacio planetario (por poner un ejemplo bastante evidente: ¿los casi 30.000 estudiantes de nuestra universidad, que residen casi todo el año en las principales ciudades de la región, son rurales o urbanos?). Por supuesto, hay espacios, fuera de las redes de interconexión de los principales nodos urbanos, que quedan más alejados de la red. Pero estamos hablando únicamente de distancias sociales, como las que afectan a las poblaciones de los barrios marginales de las grandes ciudades. Por ello me permito dudar de que puedan plantearse políticas de juventud rural, salvo en lo que tengan de adaptarse estéticamente al espacio físico en el que se desenvuelve la vida de quienes viven en núcleos de población de menor tamaño.
Voy a citar un par de datos de la más reciente encuesta del CIS, en 1997, que permite hacer ciertas distinciones entre jóvenes rurales y urbanos. Precisamente en esa encuesta apenas encontramos ciertas variaciones en función no de esa dicotomía ideal rural-urbano, sino simplemente del tamaño de los municipios, que únicamente confirma que el tamaño demográfico de las ciudades tiene una estrecha correlación positiva con el grado de liberalismo de sus habitantes. En este caso se muestra esta variación con las respuestas frente a cuestiones como la mejor forma de formalizar (o no formalizar) una pareja, y la mejor forma de organizar una familia. Así, vemos que, aunque la media de quienes entienden que casarse por la iglesia es la mejor forma de convivencia, se reduce ya a un 35% de los encuestados, sin embargo el porcentaje se reduce aún más en los núcleos de mayor tamaño.
Mientras que por el contrario a la pregunta sobre cual es la forma de organizar una familia, aunque la media de quienes creen que la mejor forma es que trabajen el hombre y la mujer, y que ambos se repartan igualitariamente las tareas de la casa, es ya bastante alta (un 79%), dicho porcentaje se incrementa en los núcleos mayores.
Creo que podemos discutir sobre las cuestiones expuestas. Por mi parte, sólo quiero insistir, como hago siempre que tengo ocasión, en el enorme riesgo que supone diseñar y ejecutar políticas de juventud, como se está haciendo de forma sistemática, sin disponer previamente de estudios sociológicos que cuenten con las suficientes garantías de metodología, objetividad e independencia. Escuchar a los jóvenes, en una democracia participativa, no es reunir a los cien o doscientos, o mil, que están en el ajo, para escuchar sus demandas, sino preguntar al conjunto del universo sobre el que pretendemos actuar; y ello sólo se consigue a través de la investigación social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios están moderados para evitar spam, pero estaré encantado de dar paso a cualquier comentario que quieras hacer al texto