Unificando los textos de algunos debates periodísticos en años anteriores, este texto fue primero una comunicación en el I Encuentro de Sociología del Medio Ambiente de la Federación Española de Sociología, organizado por la entonces profesora de la Universidad Pública de Navarra, Mercedes Pardo, y celebrado en Pamplona en Noviembre de 1997. Después algunas de las comunicaciones presentadas, entre ellas esta (aunque no era la que yo hubiese preferido dar a la luz), se recogieron en el libro Sociología y Medio Ambiente. Estado de la cuestión, publicado por la Fundación de los Ríos en 1999.
"Más allá de los determinantes ecológicos de las estructuras y los hechos sociales, la Ecología se constituye en una ideología con rostros muy diversos, tal y como históricamente ha ocurrido con otros constructos ideológicos. Una de sus derivaciones la constituye la ecotecnocracia, que sobre bases cientifistas pretende imponer ciertas condiciones de enfrentamiento entre los derechos de la Naturaleza y los Derechos Humanos.Desde nuestra posición, sin embargo, la Naturaleza es, en términos históricos, una construcción social. De ahí que en esta comunicación se desarrolle justamente la necesidad de una Ordenación del Territorio, y en particular una pollítica de protección ambiental, que, sin olvidar las ciencias ambientales, parta de la consideración del mismo como un hecho social. Para ello se utiliza como objeto de análisis el regadío, convertido en los últimos años, por parte de las ideologías ecotecnocráticas, en una de las bestias negras del ambientalismo, tras haber sido considerado, durante siglos, el más bello paradigma del jardín del Edén.1. EL ESPACIO PROTEGIDO. ¿NACE O SE HACE?
Podemos definir el espacio protegido como aquél fragmento del territorio que contiene elementos ambientales (bien sea un ecosistema completo, una especie endémica en vías de extinción, una masa forestal autóctona importante...) dignos de ser preservados para las generaciones futuras. Pero ello implica una noción estática de la Ecología, y en general de la vida. La superficie del planeta que hoy conocemos es la consecuencia de millones de cambios climáticos, geológicos y ambientales a lo largo de otros tantos millones de años. Y si en base a la definición propuesta se pretende, con la protección, que el estado que algunos ecosistemas interesantes presentan en un momento dado se preserve, estamos tomando en cierto modo una decisión antiecológica, pues la Ecología implica cambio y mutación permanente. De ahí que, para algunos, el simple proteccionismo esté en cierta manera tan distante ideológicamente del Ecologismo. Este pretende no tanto practicar la arqueología como asegurar a las generaciones futuras que también ellos podrán seguir usando, gozando, y sobre todo haciendo producir, este planeta.
En realidad, esa capacidad de producción es la esencia de los espacios protegidos, o a proteger. Salvo quizás las selvas amazónicas y otros territorios despoblados (y aún éstos sólo en parte, pues no conocemos la actividad humana que pudieron soportar hace diez mil años), en el resto de los casos se trata de espacios cuya conformación y estructura ecológica actual responde a las interacciones desarrolladas con las comunidades humanas que los han habitado y explotado durante cientos o miles de años. Unicamente unidades muy concretas como los manglares o los atolones coralinos podrían sustrarse de esta concepción.
Pensemos por ejemplo en el caso de los bosques pirenáicos, que a los visitantes les parecen hoy prodigio de la Madre Natura. Hace ya muchos años, antes de que existiésemos los ecologistas, el profesor Monserrat, del Centro de Investigaciones del CSIC en Jaca, demostró que esos bosques son el producto de los montañeses que los han habitado, y que han procedido a una progresiva y continuada selección de especies y una ordenación territorial no planeada, en función de sus necesidades ganaderas y forestales. El padre avant la lettre de la Ecología Social en España, Mario Gaviria, gustaba de utilizar ese ejemplo en los años '70. Y, esencialmente, podemos decir hoy lo mismo de la Dehesa y de cualquier otro de los supuestos espacios naturales de la Península.
Naturalmente, cuando esos bosques dejan de responder a la función que los ha generado es cuando se transforman en espacios frágiles. Pasan a cumplir una función para la que no han sido diseñados, como puedan ser el ocio y el turismo, y lo más probable es que acaben siendo pasto de las llamas. El nuevo bosque que surja (suponiendo que surja, es decir, que la erosión no acabe con la capa vegetal), cincuenta o cien años más tarde será distinto, y dependerá su conformación del uso y función a que se destine por sus moradores o vecinos.
Lo dicho puede aplicarse también a los miles de kilómetros de sotos y vegetación de ribera destruídos en los últimos años en todos los ríos españoles. Durante siglos han suministrado madera a los pueblos vecinos, caza menor, han protegido de las inundaciones periódicas. Mientras ello era así, los habitantes de los pueblos vecinos los conservaban, los vigilaban incluso, quedando recuerdo de numerosas ordenanzas municipales de protección de estos espacios altamente productivos y funcionales. Mas la regulación aguas arriba de los ríos, la introducción de otras formas de calefacción, y otros cambios en la civilización de su entorno los hizo casi innecesarios a los ojos de sus habitantes. Como además eran espacios insalubres y focos de infección, se apartan de ellos, y se difumina el control social. Llegan quienes se hacen cargo y los reconvierten en choperas. O, como en el caso de los bosques, pasan a ser pasto de turistas y domingueros, que en poco tiempo acaban con ellos.
Por supuesto puede argumentarse que el cambio de función no tiene por qué implicar la destrucción, pues el recreo y el ocio también precisan de espacios 'naturales'. Es posible en teoría, pero empíricamente está demostrado que el ocio y el turismo no pueden desarrollarse en espacios auténticamente naturales, sino que deben ser previamente adaptados a esta nueva función. Salvo en casos muy concretos y minoritarios, representados por el turismo ecológico, que deja de ser un artificio.
En suma, y es lo que me gustaría destacar en este punto, cada modelo de producción, cada sistema productivo, precisa de una Naturaleza funcionalmente adaptada a sus necesidades. La Naturaleza no es algo externo al Hombre y sus sociedades, sino que es en sí misma un producto social. Y en consecuencia los espacios protegidos, o a proteger, no son sino el fruto de las actividades humanas en su interior.
Los espacios que hoy los 'conservacionistas' clasifican de interés lo son porque los han conservado sus pobladores, con unos hábitos que, eso es cierto, coincidirían con lo que ahora se conoce como agricultura, ganadería o gestión forestal ecológicas. Pero esos hábitos, en el periodo histórico que fueron diseñados, causaron sin duda un fuerte impacto ambiental, pues de hecho equivalían a lo que ahora llamamos tecnologías punta. Naturalmente, estamos haciendo un análisis materialista de las cuestiones ecológicas. Hacer otro tipo de consideraciones es puro romanticismo, apto para las movilizaciones ambientalistas pero inservible para el análisis social.
Partiendo de las consideraciones que he expuesto, personalmente he insistido desde hace dos décadas en que la consideración de espacios protegibles no debe por tanto limitarse a lo que los ambientalistas denominan espacios naturales, sino que debe extenderse a todos los espacios que, producidos por la acción humana o por la interacción entre el hombre y la Naturaleza, se ofrecen hoy como ecosistemas complejos y a la vez frágiles, dignos de ser conservados no tanto -o no sólo- por sus valores ecológicos, sino también y sobre todo por su importante función productiva. Es el caso, en el que siempre he hecho especial hincapié, de las huertas milenarias que ocupan miles de hectáreas de muchos pueblos y ciudades españoles. Y, aún más allá, en realidad habría que considerar a la totalidad del territorio como espacio protegido. En unos casos esta protección puede implicar conservación, en otros transformación y mejora ecológica.
Por otra parte, no hay que olvidar que el hombre necesita de todo el territorio. No sólo de unas áreas útiles para la satisfacción de sus necesidades materiales, sino también de otras, o de todas ellas simultáneamente, para la satisfacción de otro tipo de necesidades del espíritu. El problema del capitalismo consiste justamente en que conduce a los hombres a considerar tan sólo la función productiva del territorio, y aún ésta se mide sólo en términos de rentabilidad mercantil. De ahí que el puro conservacionismo conduzca a menudo a callejones sin salida, porque olvida las bases del funcionamiento real de la economía y de la sociedad. En términos estrictos, tan sólo la superación de las contradicciones básicas del capitalismo, empezando con la consideración del beneficio como único motor del desarrollo, puede permitir plantear una auténtica gestión ecológica.
2. ¿PROTECCION U ORDENACION DEL TERRITORIO?
Si se está de acuerdo con lo dicho, se concluirá que en modo alguno la protección puede ser sinónimo de abandono productivo o bloqueo de actividades. Debemos ubicarnos en un utilitarismo bien entendido, pues es un hecho que, en la mayoría de los casos, el abandono productivo de un espacio para facilitar su conservación conducirá ineludiblemente a su degradación ecológica y a la entropía destructiva. Sólo el mantenimiento de su función productiva (por supuesto que entendida en términos distintos de la simple lógica del beneficio) puede facilitar la auténtica conservación.
Por otro lado, hemos visto cómo la protección en modo alguno puede limitarse a los espacios considerados naturales, sino que debe extenderse a otros muchos territorios que ofrecen valores de la misma o mayor importancia, como es el caso citado de las huertas, o de áreas periurbanas que si bien no son de gran riqueza naturalística, cumplen una importantísima función desintoxicante para las ciudades; y, en cierto, modo a la totalidad del territorio.
De lo que se trata, por tanto, es de diseñar una ordenación que, por decirlo de forma sencilla, ponga cada cosa en sitio. Esa es la función que debería cumplir la Ordenación del Territorio en el marco del planeamiento urbanístico. Hasta hoy éste se ha limitado a actuar en los cascos urbanos, sin duda por deformación profesional de los arquitectos, que en cierto modo han secuestrado el tema durante décadas al resto de los profesionales interesados (sociólogos, geógrafos, biólogos, economistas, agrónomos...), a pesar de que en todo momento la legislación (y más especialmente las mejores elaboraciones teóricas que se han realizado sobre Urbanismo y Ordenación del Territorio) han aconsejado con toda nitidez que la ordenación urbanística afecta a la totalidad del término municipal. En los últimos años, el planeamiento urbanístico municipal camina en creciente medida en esta dirección, a medida que se ha acentuado su carácter interdisciplinario, y diversas comunidades autónomas han desarrollado o están empezando a desarrollar directrices de ordenación cada vez más pormenorizadas -a veces demasiado-.
Este tipo de Ordenación Territorial debe fijar aquéllas áreas de interés en las que cualquier tipo de actuación (incluídas la agricultura, la ganadería o la explotación forestal en ciertos casos) deba realizarse bajo estrictas medidas de control. Por supuesto que siempre con un sentido de progreso bien entendido1.
En este sentido, hablaremos para los espacios protegidos, y en general para todos los territorios con valores de cualquier tipo, de actividades eco-compatibles, pero siempre en dos direcciones: compatibles con el ambiente, con el paisaje, y al par compatibles con su función productiva. Porque en ningún momento debe olvidarse que el hombre debe seguir alimentándose, y avanzando para hacer posible la acumulación de capital social que justamente facilita los programas de conservación. Y ello implica ciertas intensidades de uso, máxime en un país como el nuestro, que tendrá unos 50 millones de habitantes en el año 2.000 -por supuesto, si fuésemos 10 millones, como a finales del siglo XVIII, la cuestión sería muy distinta-.
Así, centrándonos en la agricultura, la ganadería o la explotación forestal, en el caso de los espacios protegidos de mayor interés deberían plantearse las actuaciones en términos en cierto modo similares a como se plantean las artesanías. Con sus sistemas de producción tradicionales, pero asumiendo que esos sistemas de producción tienen un coste añadido (se carge directamente al consumidor, como ocurrirá en países de mercado asilvestrado, o indirectamente vía fiscalidad y presupuestos públicos en aquéllos países en los que se aplica al mercado un correctivo social y de planificación), y que paralelamente desde otras áreas de la industria se mantiene una producción más masiva y estandarizada de bienes de consumo. Ese es justamente el caso de la agricultura ecológica. En realidad, y aunque parezca una contradicción, si esa agricultura es hoy posible es porque existen excedentes2. Y para que pueda extenderse en mayor medida, y puedan además liberarse extensos territorios para una función paisajística o ambiental, es preciso mantener en otras áreas una agricultura de elevadas productividades. Se trata pues de complemetar agricultura dura y agricultura ecológica3.
Es precisamente esa complementariedad e interrelación dinámica la base de los ecosistemas, y esa debería ser también la base de funcionamiento del ecosistema humano por excelencia: la Economía. Desgraciadamente, aunque este planeta pueda y deba regirse por unos criterios más ecológicos de los que impone el capitalismo salvaje, una población de 5.000 millones de habitantes no permite ser alimentada con agricultura ecológica, ni satisfechas sus necesidades de bienes de consumo con la artesanía. Ni estaríamos dispuestos a ello los habitantes de los países más desarrollados, ni mucho menos lo estarían los habitantes de los países menos desarrollados, salvo que les fuese en ello la vida (la suya, no la del planeta).
Todo ello exige, en fin, para las actuaciones en este tipo de espacios protegibles, proyectos muy definidos, no sólo en lo concerniente al previo análisis del impacto ambiental de la actividad, sino en todo lo que sea control y seguimiento de las interacciones ecológicas derivadas no previstas.
Todo ello nos llevará a permitir o promover, según los casos, actividades muy diversas según el tipo de espacio protegido. Puede tratarse de una explotación forestal controlada, que mejore el bosque y lo protega de los riesgos de incendio (que no sólo afecta a los pinos). Puede ser también la explotación (incluso cultivo) de plantas aromáticas y/o medicinales. Puede tratarse en otras ocasiones de sistemas de ganadería extensiva combinada con otras actividades. En otros, en fin, puede darse una recuperación de la hortelanía tradicional... En suma, siempre se ha de tratar de mantener las actividades, pues la presencia del agricultor, del ganadero, del leñador o el hortelano, es siempre la mejor defensa frente a las agresiones exteriores al ecosistema a proteger. Y, por supuesto, esa ordenación urbanístico-territorial ha de prever y definir normativamente el resto de actividades compatibles con la actividad primaria: el tipo de edificios admisibles, la tolerancia o no de áreas de ocio (residenciales o no residenciales), las condiciones para la apertura de vías de comunicación (en cuanto a movimientos de tierras, etc), la ubicación de las plantas de transformación industrial, y un largo etcétera de cuestiones que unos pocos equipos de urbanismo hemos venido introduciendo en España a lo largo de las dos últimas décadas, para sorpresa y espanto, a menudo, de las propias Administraciones que habían encargado o debían gestionar a posteriori el planeamiento.
Pero personalmente creo que puede y debe irse mucho más lejos. He explicado mi concepto de los espacios protegidos como fruto de las actividades humanas, y acabamos de citar la posibilidad de liberar de la producción agroindustrial extensos territorios que a pesar de los elevados inputs energéticos no obtienen altas productividades, como es el caso de cientos de miles de hectáreas de secanos malos en España. Así, creo que la confluencia de actividades ecológicas puede facilitar el surgimiento de nuevos espacios de interés ambiental, esto es la transformación de ecosistemas pobres en ecosistemas ricos. En la Comunidad de Madrid tuvimos ocasión hace años de proponer todo un programa de recuperación de los terrenos del Sur del Area Metropolitana, de ínfima calidad agronómica y totalmente deforestados, mediante la acción sinérgica de distintas actuaciones: recuperación de los resíduos sólidos orgánicos para la creación de capa vegetal, utilización de las aguas residuales para superar los déficits hídricos, repoblaciones forestales de función diversa (masivas en los cerros, lineales de frutales en todos los caminos, cauces públicos y vías de comunicación, islas recreativas), creación de polígonos de huertos familiares de ocio...4 Tan sólo el programa de huertos familiares fue puesto en práctica, de forma muy tímida, a mediados de los años '80. Pero este programa ha mostrado cómo unas doscientas hectáreas de la Vega del Henares, anteriormente degradas, podían reconvertirse en un complejo ecosistema, artificial pero perdurable. Esta experiencia tiene el valor añadido de ser justamente la primera vez en España en que la agricultura ecológica se impone como obligatoria (aunque los huertos eran de ocio, no profesionales). A menudo hemos propuesto también, en el marco del planeamiento, a diversos Ayuntamientos de puntos muy distintos del Estado, el abandono del cultivo en parte de las tierras comunales de secano y su transformación en lotes forestales que inicialmente serían de ocio y cesión temporal a particulares, bajo el compromiso de la plantación y cuidado de un arbolado variado. Hasta hoy no han tenido mucho éxito este tipo de propuestas, pero posiblemente las veamos implantarse a medida que se desarrolle la Nueva Política Agraria de la Unión Europea.
Resumiendo esta primera parte, creo que los llamados espacios protegidos pueden permitir la coexistencia de no pocas actividades agrícolas, ganaderas o forestales, siempre que éstas sean eco-compatibles. Pero, más allá de esta consideración, creo además que la agricultura, la ganadería y la gestión forestal eco-compatibles, complementadas con otras acciones ecológicas, pueden permitir la mejora territorial y la multiplicación de los espacios de interés ambiental. Como en tantos otros órdenes de la actividad humana, lo que fundamentalmente hace falta, previamente o más allá del desarrollo de técnicas, o de la recuperación de técnicas olvidadas, es la apertura a la imaginación.
1El progreso no es un movimiento unidireccional sin retorno. Esa concepción es la que conduce a la aniquilación del planeta. Al contrario, el progreso es un proceso contínuo e inacabable de acumulación de ensayos, ideas, intuiciones, fracasos, imaginaciones, descubrimientos, técnicas y formas de organización. Es un proceso acumulativo. Todo lo realizado hasta hoy por el hombre está ahí, y puede echarse mano en un momento dado, para un caso concreto, de técnicas o formas organizativas ya ensayadas como exitosas en otros momentos históricos. Una buena imagen puede dárnosla el ajedrez, donde los jugadores no avanzan simplemente exterminando, hasta la meta. En un momento dado puede ser más conveniente dar un rodeo, y recuperar una pieza previamente retirada de la circulación por el contrincante, en lugar de avanzar ciegamente con un solo elemento hasta un rey enrocado.
2Sin olvidar la influencia de los nuevos modos de consumo 'natural', no habría lugar para la agricultura ecológica, si fuese deficitaria la producción de alimentos. En tal caso habría que seguir aplicando las técnicas de maximización productiva. La aparición de la agricultura ecológica permite reducir los excedentes traspasando de algún modo los costes al consumidor.
3Personalmente prefiero este término, más tradicional y sufientemente explicativo. No creo necesario utilizar términos nuevos, como el de agricultura eco-compatible, que pueden inducir a confusión.
4Estas propuestas están recogidas en el informe El espacio ignorado. Posibilidades de la agricultura en el Area Metropolitana de Madrid, Comunidad de Madrid, 1986 (edición en offset), que recoge una síntesis del estudio realizado por A.Baigorri y M.Gaviria, con la colaboración de G.Ballesteros, E.Domingo, F.Gonzalez, B.Berlín y A.Sánchez."
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