Me ha aparecido "limpiando" archivos comprimidos rescatados algún día de diskettes a discos duros, de aquellos a otros, y así van rodando tantos ficheros, de siglo en siglo ya (hay que ver lo bien que recupera Libreoffice los ficheros de Wordstar de los años 80', aunque haya que cambiar algunos acentos).
Parece que estuviese escrito para enviarlo, lógicamente a El Día de Aragón, donde en 1989 escribía artículos de opinión. Quizás me lo pidió Plácido Díez, su director entonces. Pero no recuerdo si lo envié, y si lo envié no recuerdo si se publicó. Pero no quiero que se pierda, quede pues "publicado" al menos aquí aquel recuerdo de un buen tipo.
" Se le hace a uno raro glosar a los muertos. De hecho, antes de los cuarenta creo que a todos nos horroriza acercarnos a un cadáver. Después supongo que el hombre comienza a hacerse a la idea de que lleva media vida vivida; comienza entonces el largo, lento y tortuoso descenso a los infiernos, y hay que acostumbrarse a que los amigos empiecen como por azar a desaparecer, aquí un infarto, allá un accidente, acullá un cáncer, de oídas un SIDA...
Pero a los treinta es muy desagradable encontrarse un cadáver en la puerta. Desagradable, frustrante y deprimente. Por eso, a quienes por suerte o por desgracia nos ha tocado echarnos al mundo de la mano de gentes mayores que nosotros, nos toca antes de tiempo escribir epitafios.
Estaría por los treinta Vicente Calvo Báguena cuando yo publiqué, de su mano, mis primeras líneas. Don Tomás, el maestro que fuera corresponsal de "El Noticiero" en Mallén, decidió pasarme el testigo porque sabía que yo iba para periodista. No había cumplido 16 años, y yo entonces no sabía siquiera que "El Noticiero" fuese 'el periódico de los curas'. Era sencillamente el periódico. El que, menos los domingos (el papel del 'Heraldo' era muy preciado para envolver bocadillos y encender la cocinilla), había devorado desde que aprendí a unir la 'a' con la 'b'. Y Vicente Calvo era redactor jefe de Región, y estaba empeñado en que las noticias de cualquier pueblo de Aragón salieran en el periódico. Yo era un niño y aún no sabía qué era la censura, y me subía por las paredes cuando mis crónicas salían recortadas. Pero la emoción de enviar las crónicas, a cobro revertido, desde el locutorio de mi pueblo ("Cuenta hasta cinco y empieza a leer, despacio, sin retirar la boca del auricular") superaba a todo lo demás. Y no digamos cuando iba por la desvencijada redacción de El Coso y, después de las admoniciones de Coll Gilabert, Vicente me llenaba de consejos y recriminaciones: "Puedes decir lo mismo con palabras más suaves" (es curioso que 'todos' me hayan seguido diciendo lo mismo, incluso cuando la censura dejó de existir hace muchos años), "no metas muchas ideas o informaciones en una misma crónica", "los textos deben tener una estructura lógica"... consejos todos ellos a los que nunca he hecho caso. Para Vicente yo era un capricho, en medio de los vejestorios corresponsales, la mitad curas, del periódico. Y para mí Vicente era, o así lo sentía entonces, un maestro.
El mejor regalo que le dí, el único que le dí nunca, fue la que posiblemente fuese la primera entrevista que se le hizo a Sender en suelo español, cuando volvió en 1973 ó 1974. Estaba ya estudiando para periodista, en primero, en Barcelona, y por casualidad me enteré del hotel en el que se iba a alojar. Llamé a Vicente:
-¿Le hago una entrevista?
- Tira, que la sacaremos seguro
-Pero si no he leído nada suyo...
-Qué te importa eso. ¿Te parece que le habrán leído la mitad de los que escribirán estos días artículos sobre él?.
Se negaba a dar entrevistas (y además recuerdo que había alguna historia de exclusivas con algún periódico, lo supe luego), me echaron varias veces del hotel, una secretaria con acento yanqui me despedía con cajas destempladas por el teléfono, pero al final mi tozudez fue más fuerte que la de Sender, y de malas maneras contestó a unas lamentables e infantiles preguntas. Y Vicente tuvo para "El Noticiero" su entrevista, no recuerdo si me hicieron 'enviado especial' o 'corresponsal en Barcelona'.
Ocurría sin embargo que Vicente Calvo era, además de bruto y socarrón, tremendamente humilde, o al menos así lo recuerdo yo. Y como los jóvenes somos desagradecidos e impetuosos, en cuanto desde el Olimpo de Andalán, Luis Granell me dió la alternativa, y Gaviria 'se me llevó por ahí', creí superado todo lo que podía enseñarme mi antiguo mentor. Mientras otros de su generación se lanzaban alegres y despreocupados al carro de la progresía, él se quedó leyendo a Alberto Casañal y Santiago Blasco, porque era un antiguo. Aunque en realidad los 'despreocupados' supieron montárselo bien, mientras él se quedaba con los humildes, en aquella carpetovetónica "Secuestro Común" (Esfuerzo Común) desde la que empezamos a darnos a conocer casi todos los que no pertenecíamos ni a las 'mafias' del Bajo Aragón o del Pirineo, ni a las buenas familias zaragozanas.
Vicente Calvo no tenía madera de triunfador. La tenía, sí, de luchador, en el sentido en que los agricultores pueden luchar durante años para transformar en huerta un secano. Era de ideas fijas, como buen baturro. Pero no tenía el veneno del éxito, ningún apego a élites de ningún tipo, ningún ansia de dominar. Era un buen hombre, sin más, algo muy raro entre los periodistas. Y listo, además, aunque por la razón que fuese no siempre quisiera ejercer. "Pero si todos son los mismos, decía. Si son sólo los hijos riñendo con los padres para quitarles el puesto..." (y desde luego que bastante razón tenía en su escepticismo respecto de las élites de la progresía zaragozana). Y se sentía más a gusto merendando calderete con los agricultores, que bloqueaban la carretera con sus remolques de pimientos, que en un recital de Labordeta o en un Congreso de Cultura Aragonesa.
Uno de los últimos recuerdos que tengo de él, y además uno de los más entrañables, es de un día en que después del cierre de Esfuerzo Común, Javier Ortega habló de un pueblo de su tierra soriana, San Pedro Manrique, donde los hombres bailaban descalzos sobre las brasas. Era ya de noche, y hacía frío, pero ni corto ni perezoso, Vicente cogió su eterno Dyane6 y nos lanzamos los tres a hacer ciento y pico kilómetros por carreteras terribles. Fue una noche mágica y hermosa, y aunque Vicente no nos dejó ligar con aquellas tres sorianas, me ha quedado una de esas sensaciones dulces a las que difícilmente puedes poner un guión pero que nunca puedes olvidar.
Desde que se refugió en la Asociación de la Prensa y la Hoja del Lunes, y en sus campañas de "Salvar Teruel", y yo fui tomando caminos que se alejaban del Periodismo, prácticamente no nos volvimos a ver. No sé cómo se lo montó, ni de qué viviría después, aunque intuyo que nada sobrado. Pero esta mañana, cuando ha llegado, como siempre con retraso, El Día, y hemos leído la glosa editorial que, no sé por qué, adivino de Plácido Diez (que también lo conoció bien en sus inicios), mi mujer y yo no hemos podido reprimir las lagrimas"
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