Un buen día de marzo me sorprendió leer un correo de Eloy Fernández Clemente, catedrático de Historia Económica en la Universidad de Zaragoza, y fundador y primer director de la revista aragonesa Andalán, en la que hice de todo durante unos años. De todo. Me sorprendió porque en más de 40 años, desde que publiqué mi último trabajo en la revista, hacia 1982, no había tenido noticia alguna. Bueno, noticia sí, pero no comunicación. Porque había visto algún libro on line, algo de la celebración del 25 aniversario, pero información directa... Bueno, aquí lo dejé dicho.
Así que me sorprendió. Supongo que algunas líneas que circularon con ocasión de la muerte de un antiguo colega, Enrique Ortego (quien a pesar de haberse ido tan lejos, a Nicaragua, tenía mejor memoria que quienes se quedaron en Zaragoza, o quizás por eso) le estimularían. O no sé, sería la vejez, el caso es que EFC me escribió para decirme que a ver si quería colaborar con un bosquejo de lo que para mí significó Andalán, porque iban a celebrar el 50 aniversario. Pues vale, ya saben que nunca digo NO, aunque a veces me lo pida el cuerpo. O casi nunca.
Me sorprende, al hojear (que en web ya es ojear) el monográfico del cincuentenario, que mi memoria de compañeros colegas de la época no sea mutua. Sí parece que lo era en el caso de Enrique Ortego, con el que compartí algunos reportajes y del que volví a saber cuando murió hace unos años. Será que en Aragón jugábamos mucho de niños a "Fuera de mi castillo", y también se decía mucho aquello de "El que se fue a Sevilla perdió su silla". Pasa lo mismo con la tierra (si te vas, te la quitan) que con la memoria.
- Venga, llorica, ya pasó, ya pasó... -me dice no sé qué hemisferio cerebral.
Pues eso. Que esta vez se acordaron, y esto es lo que envié, que ahora está publicado aquí:
Esto será un tópico muy repetido en esta colección de memoriales, pero debo empezar por ahí: a mí Andalán me cambió la vida.
Nunca sabré si a mejor o a peor, si para bien o para mal, porque los caminos alternativos que en cada cruce no tomamos, a saber a dónde conducían. Yo que desde niño iba para periodista, y en ello estaba en Zaragoza, he terminado convertido en sociólogo y dando clases de Sociología en el far west, a 700 km de mi pueblo. Y eso empezó con Andalán.
Expatriado, aculturizado
Nací en Mallén (1956), un pueblo de frontera en el que al menos un tercio de la población tenía entonces apellidos vascones, de la Baja Navarra hoy francesa. No sé si fueron fugitivos de guerras de religión o banderías, o migrantes en busca de mejor fortuna, como los apellidos rumanos que hoy amplían el arcoiris gentilicio de mi pueblo.
Nací en una casa de pequeños agricultores en la que se usaba el comedor sólo en la fiesta de la cofradía, o cuando los terratenientes (los Monguilán, Arnedo, Escoriaza y no sé qué más, una macedonia de apellidos que resumíamos en “los monguilanes”) venían a cobrar la renta o a autoinvitarse a comer. Aquella burguesía “de Zaragoza, Aragón y Rioja” que vivía de rentas, y a la que en los 60’s el IRYDA ayudó a capitalizarse para sus inversiones inmobiliarias, ofreciendo a los renteros créditos baratos para comprarles la tierra.
De niño inicié un camino migratorio que no sé si ha terminado todavía, pues eso no se sabe hasta la muerte, pero en solitario, pues mi familia siguió atada al surco. A los 8 años a Santa Coloma de Gramanet, acogido por una rama emigrante de la familia, para hacer el Ingreso de Bachillerato. Al año siguiente interno a Tudela, tres años, con lo que hice muy mía a la capital de La Ribera. Acepté estudiar euskera (hacia 1968 y todo a plena luz, y pronto lo olvidé porque el euskera no es como montar en bici), porque los jesuitas estaban obsesionados con mis “ocho apellidos vascos”.
Luego inauguraron Instituto en Borja y pude volver a Mallén, para ir a diario a clase en autobús. Apenas dos cursos, porque nos engañaron y no pusieron el Bachiller Superior que habían prometido. Así que entonces tocó ir a Zaragoza de forma precipitada, con el curso empezando en el Xavierre y al año siguiente el recién implantado COU en el “nuevo” Instituto Pignatelli, el primer instituto mixto de Zaragoza, una auténtica cochambre con aspecto de cárcel soviética descascarillada, hoy convertido en palacio burocrático. Ambos cursos alojado en el Colegio Menor Baltasar Gracián.
Y enseguida de vuelta a Barcelona a estudiar periodismo, pero con truco: trabajando siete horas diarias en las oficinas de una gasolinera, en cuyas habitaciones para camioneros también dormía, en el arranque de la Meridiana. Luego comía de forma precipitada la escudella o las mongetes amb butifarra del cercano bar de obreros, cogía dos líneas de metro, un tren y un autobús de sardinas para ir a la UAB, en Bellaterra. Había que tener vocación no de periodista, sino de mártir. Así que más o menos a partir del segundo mes, pasé de ir, salvo en fechas imprescindibles. Después de comer, si fa sol a leer poesía al Parque de la Ciudadela, y si no a los cines de sesión doble. Luego a buscar libros y discos de segunda mano, escuchar conferencias, o correr un poco con el corazón bumbumbum en alguna mani.
Así que desde niño me he sentido forastero con motivo, y ninguna identidad ha enraizado en mí con fuerza. En mi proceso de socialización primaria se entremezclan caóticamente Mallén, Cataluña (la xarnega y la com cal), Tudela, Borja, Zaragoza, jesuitas, dominicos, el colegio menor, el catalán y el vasco, un verdadero lío lleno de contradicciones en los términos. Al menos me libré del seminario (aunque disfruté mucho de ser monaguillo) y de la OJE, que no es poco. Fue ya en el siglo XXI, tras décadas lejos, cuando por primera vez me produjo una cierta emoción escuchar una jota, y resulta que era navarra (“soñé que la nieve ardía”); ahora también me da cosa si por un casual escucho “Pulida magallonera”, que de Magallón venía la abuela Larralde que no conocí, y en Magallón ligué alguna vez y hasta dí mi primer y único concierto como cantautor (al contrario que otros de éxito, yo era consciente de ser flojillo).
No estuve mucho en Barcelona. El primer curso fue un desastre académicamente (me dejé dos, y con dos suspensos obligaban a repetir). Pero “profesionalmente” fue un buen año, pues conseguí mi primera exclusiva periodística: fue El Noticiero quien publicó la primera entrevista a Ramón J Sender en su primer viaje del exilio a España, pisándosela al Heraldo/Zapater. Me colé en su hotel la tarde siguiente a su llegada y conseguí camelarme a la señora Luz C. De Watts, quien lo acompañaba y filtraba periodistas. La entrevista era muy pobre, pero para mis 18 años recién cumplidos, y no haber leído de Sender nada más que algún artículo sobre él en Índice, tenía su mérito. Coll Gilabert le reservó Tercera Página, bajo el vigía de la Torre Nueva, y anuncio en portada.
Y el 74-75 fue peor. En casa se habían apretado el cinturón para que no tuviese que trabajar, pero además de empezar el curso más tarde por la nueva Ley de Educación, inmediatamente se pusieron en huelga indefinida los PNN’s. Y Bellaterra fue una juerga, pero al terminar el invierno mi padre dijo que había mucho quehacer en el campo, a casa hasta que las clases empezasen de nuevo.
Las clases ya no empezaron. Quienes pudieron permitirse aguantar allí de marcha tuvieron aprobado político en casi todas las asignaturas, pero quienes habíamos tenido que volver a casa tuvimos que examinarnos. Aquello agudizó mi percepción sobre las desigualdades sociales y sus efectos, pero tuvo la virtud de descubrirme que era una tontería volver a Barcelona, cuando a distancia podía ir sacando la carrera, y en Zaragoza no sería tanta carga para casa. Así que en cuanto acabaron las labores más fuertes del verano negocié una pequeña ayuda familiar, y con las perrillas que me sacaba de vez en cuando con tareas administrativas en la Hermandad de Labradores, más la propina que me pagaban por las crónicas locales en El Noticiero, me dió para vivir miserablemente en un piso de estudiantes en Zaragoza. Donde tuve un poco de la vida estudiantil que apenas había podido tener en Barcelona. Los primeros viajes a dedo a Bellaterra a buscar apuntes, a alguna tutoría obligada y a exámenes fueron duros, alguno de casi 24 horas, pero luego fui descubriendo que estábamos varios periodistas de Zaragoza en la misma situación, y compartíamos coche.
Mi padre, como presidente de la Hermandad Sindical de Agricultores y Ganaderos, había estado metido en la primera de las “guerras agrarias”, la del tomate de 1973. Aunque el protagonismo se haya atribuido luego a una UAGA y una UAGNa que no existían ni en la imaginación, fueron gentes de las Hermandades Sindicales quienes estuvieron dando la cara. Y al año siguiente lo arrastré a otra contra la Autopista del Ebro. Con la movilización, basada en manifestaciones en el pueblo y en una batalla jurídica asesorados por Ramón Sainz de Varanda, conseguimos que en Mallén el precio de las expropiaciones se multiplicase. Debieron ser mis crónicas como corresponsal sobre aquellas batallas lo que llevó a Luis Granell, a finales de 1975, a ofrecerme escribir un artículo sobre la autopista en Andalán. Y ahí empezó lo poco o mucho que hubo.
No fue mi escuela de periodismo
El encuentro con Andalán fue para mí un orgullo. Había estado suscrito un tiempo mientras estaba en Barcelona, y hasta creo recordar haber enviado alguna carta al director que quedó infausta.
Pero aquel primer contacto estuvo a punto de ser frustrante. Justo me había puesto a trabajar en mi reportaje, cuando Granell me llamó de nuevo y me dijo que “mira qué suerte, que está unos días en su casa al lado de tu pueblo, en Cortes, un sociólogo muy famoso que ha escrito sobre las autopistas”, que si no me importaba hacer el artículo con él. Y le dije que no me importaba, pero claro que me importaba, ¿mi primer artículo en Andalán y tenía que compartirlo?, era como un coitus interruptus. Encima acababa de leer un artículo de ese sociólogo, en un monográfico de Cuadernos para el Diálogo sobre la agricultura española, que me pareció muy ocurrente pero con el que no estaba de acuerdo prácticamente en nada.
Sin embargo ocurrió, como le pasaba a tanta gente, que Mario Gaviria me sedujo en nuestro primer encuentro. Se presentó una mañana en Mallén sin avisar, con un montón de garrafas en el coche para llenarlas en mi casa con el agua del Moncayo que bebíamos en Mallén, y de paso hablar del artículo. Yo lo tenía casi terminado, lo leyó y me dijo que lo firmaba conmigo tal cual, que lo enviase así, para qué perder tiempo. En vez de eso estuvimos discutiendo sobre su artículo en Cuadernos.
Pero, aunque como decía me sentía orgulloso de la llamada de Andalán, en puridad no puedo decir aquello que suele decirse de experiencias periodísticas tempranas: ni fue mi escuela de periodismo, ni me abrió puertas en mi “carrera”.
No fue escuela porque desde los 15 años practicaba como corresponsal en Mallén de El Noticiero. Y entre 1971-73, mientras residía en el Colegio Menor era redactor del programa de radio escolar y de la revista colegial Alcorce, para la que entrevisté a Cecilia (un amor), Guillermina Motta (qué desvergüenza y qué piernas la Guillermotta) y otros cantautores. Incluso había adquirido de forma autodidacta ciertas “competencias” periodísticas que no se aprenden en la Facultad, como a colarme en el Teatro Principal y en las discotecas, para entrevistarlos.
Claro que mi escuela tampoco fue la Facultad de Ciencias de la Información, cuya licenciatura terminaría abandonando en 5º, a falta de tres o cuatro asignaturas. No deja de tener su aquel que casi lo único realmente útil que saqué de la Facultad fue el descubrimiento de la Sociología, a la que he terminado dedicado y que fue la carrera que sí terminé. Mi auténtico maestro de periodismo fue Vicente Calvo Báguena, aquel humilde periodista de pueblo, con las cuatro reglas que me repetía cuando visitaba El Noticiero.
Pero no era muy consciente de ello. El síndrome del impostor me ha acompañado toda mi vida y ahí sigue. Así, yo pensaba que debía fijarme en Enrique Ortego, con quien Larrañeta me puso a formar equipo una temporada para cubrir temas agrarios, pues creía que era un experimentado periodista, y resulta que según leí muchos años después en un texto del propio Enrique, era él el que andaba un poco perdido en lo del periodismo, y se consideraba aprendiz de mí y de otros. Hicimos unos cuantos viajes entretenidos en su coche.
Además, casi a la vez que en Andalán empecé a escribir en Esfuerzo Común, la revista de aquel oxímoron, los carlistas rojos, conocida entonces como Secuestro Común. En ella publiqué reportajes, artículos de opinión y alguna sección con seudónimo. Entre Vicente Calvo, Javier Ortega y yo llenamos algún que otro número de la revista.
Y cuando me enteré de que Triunfo estaba sin "corresponsal" escribí a suerte y verdad incluyendo un reportaje, y Víctor Sanchez Reviriego me respondió a vuelta de correo diciéndome que sí y que lo que quisiera, de Aragón o de cualquier sitio, que fuese a que me hiciesen un carnet, el único carnet de periodista que he tenido nunca (en Andalán nunca nos lo hicieron a los precarios, al menos a mí). Eduardo Haro Tecglen me lo entregó, enorme y mayestático, cual príncipe austrohúngaro que entrega un nombramiento de cónsul. Entre mis reportajes para Triunfo está precisamente el que publiqué en mayo de 1978 con el título de “Quieren cargarse Andalán”, en defensa de la revista cuando fue procesada (seguro que no está en ninguna bibliografía sobre prensa aragonesa).
Y el verano en que Luis Granell me pasó la corresponsalía de Diario16 al irse de vacaciones conseguí colocar varias páginas completas. En 1979 estaba en la directiva de una Unión de Periodistas de Aragón surgida contra la carca Asociación de la Prensa, que estaba tomada por el Heraldo. Y desde Madrid me buscaron para incorporarme al proyecto del diario Liberación, que contribuí a lanzar, aunque ya estaba saliendo del periodismo y decliné unirme a la cooperativa. Osea que en paralelo a Andalán, donde sólo era un free-lance, iba construyendo una carrera profesional.
Pero viví muchas experiencias, tan valoradas hoy por el consumidor de vida
Lo que Andalán sí me dió fue experiencias vitales. Y hoy que la gente se mata por tener experiencias, agradecido estoy porque fue un periodo intenso y estimulante.
La primera, sin duda, fue la de conocer a Gaviria y su mundo (porque en aquella época había todo un mundo en torno a Mario). Recién publicado el artículo que firmó conmigo sobre/contra la autopista del Ebro, él mismo me planteó hacer otro, éste sobre el proyecto de papelera que se cernía sobre Tudela. Aunque le sugerí publicarlo en Esfuerzo Común, pues Vicente Calvo se acababa de incorporar a la dirección de la revista y se había puesto “celoso” de mi artículo en Andalán (que no dejaba de ser su competencia). Y aún no habíamos terminado de escribirlo y me arrastró a otra historia en una dirección totalmente distinta: el estudio que estaba a punto de iniciar sobre el Bajo Aragón, en el marco de las luchas locales contra los proyectos de centrales térmicas y nucleares, que daría lugar al libro El Bajo Aragón expoliado.
La segunda, vivir un tiempo en el piso, o alocada comuna, de José Mari Lagunas, “el Gordo” (ahora que lo veo en alguna fotografía de Internet descubro que “el Gordo” soy yo), con el que me uniría una amistad de años que, más que perdiendo, se fue diluyendo como tantas otras en las entretelas del tiempo y la distancia. Me acababa de quedar sin piso en Zaragoza y mientras trabajábamos en la redacción de El Bajo Aragón expoliado me ofreció una habitación vacía que tenía en el suyo, hasta que encontrase algo. Y fue la leche.
Además José Mari, que formaba junto a José Luis Fandos, el Tablas (con quien también compartí algún reportaje) y Luz Abadía, el clan samperino que estaba bajo la advocación y protección de EFC, era el responsable de la producción de la revista. Lo que nos permitía a sus amigos precarios obtener algunos ingresos extra con dos trabajos manuales: fajar periódicos (colocar una tira de papel con la dirección del suscriptor en cada periódico plegado), lo que hacíamos en los talleres de El Noticiero, y pegar carteles con el anuncio del nuevo número. Fajar era monótono, pero lo hacíamos entre chistes y luego nos íbamos a tomar algo. El segundo era más puñetero: había que ir con el cubo de cola, la brocha y el paquetón de carteles recorriendo la ciudad (fundamentalmente el centro, que Andalán no era precisamente prensa obrera), y a veces (según la portada) podía ser arriesgado, especialmente cuando pegábamos en Zona Nacional. Alguna agresión de fachas creo que hubo.
La siguiente experiencia especial fue precisamente pegando carteles, y fue peor que un ataque de Fuerza Nueva. Porque nos tocó hacer de auténtica carne de cañón. Eran las primeras elecciones democráticas, y nos tocó empapelar con el principal titular del número de Andalán de esa semana: “Nuestro voto a la Izquierda” (Num 117). La cosa es que nos mandaron a empapelar en la noche preelectoral, y acabamos detenidos. No recuerdo quiénes íbamos, pero sí que pasamos la noche en comisaría, fichados y ciertamente acojonados, según la Policía por delito electoral. Así que no fue EFC el único andalanio que pasó algún rato entre rejas por la revista.
Y cómo tocaba hacer de todo, hubo otras experiencias intensas. En la época de los festivales de promoción y apoyo a la revista, entre otros me tocó ayudar a José Mari Lagunas a montar el chiringuito de venta y alguna logística en el de Barcelona, en el Palacio de los Deportes (1978). Fueron unos días locos, en los que al Gordo, que ya apuntaba como emprendedor, se le ocurrió que comprásemos velitas para venderlas en el puesto de revistas y posters. Nos volvimos locos hasta encontrarlas en una bocacalle de Las Ramblas, pero fue una ruina, no recuperamos ni la inversión.
Otras experiencias nadaban en la hiperrealidad, en el metaverso que diríamos hoy, como cuando en el piso del Tablas hacíamos elucubraciones y cálculos sobre acciones directas, que afortunadamente no pasaron de un póster a doble folio con la imagen de un pollo de carnicería colgado del gancho, como amenaza simbólica a las eléctricas. Tampoco olvidaré la experiencia de la entrevista con un alto mando del Ejército del Aire, en la que con gran delicadeza me amenazó seriamente. Había publicado un informe sobre las bombas que se les caían a los Phantom, y Larrañeta me pidió que fuese a oír su versión pues habían llamado muy cabreados. Pero no fue “una versión”, sino un aviso, una amenaza. Se quedó en nada, y fue una pena, porque un juicio en aquellos años era una gran inversión, aquéllo sí que te abría puertas. Algún otro toque de atención fue merecido, como la carta al director del presidente del IRYDA y entonces senador por UCD, Alberto Ballarín, en la que me corregía los datos sobre sus fincas de Monegros.
En aquella época, abducido por el universo de Gaviria, y dado que ya venía motivado por las batallas con mi padre, el periodismo, como luego la investigación, era indisoluble de la acción. Así que compatibilizaba mi intento de profesionalización como periodista con el agit-prop: las guerras agrarias, la autopista, las nucleares, la General Motors, la base yanqui, el polígono de tiro de Bardenas, los regadíos, las comunas… Había colegas que no lo entendían así, y consideraban igual de digna la información deportiva o sobre “sociedad”. Seguramente estaban en lo cierto, pues en el periodismo les ha ido muy bien.
Mi última experiencia con Andalán la tuve cuando ya no colaboraba en la revista. Fue en febrero de 1981, aquel febrero del año aquél. Estaba con Mario trabajando en unos informes para el PGOU de Alicante, y la concejalía de Urbanismo la ostentaba alguien del PCE. Por lo que la tarde del 23-F estábamos reunidos con ellos en el despacho de uno de sus abogados, o en su sede (no recuerdo exactamente), a primera hora de la tarde. El caso es que llegó alguien sofocado hablando de ruido de sables en el Congreso, pero sin apenas datos. Intentaron llamar a Madrid, pero imposible conectar, con las líneas saturadas. Se me ocurrió que quizás a Zaragoza sí pudiésemos llamar, y puede que en Andalán supiesen algo, y efectivamente allí tenían datos actualizados, no recuerdo quién me informó. Fue trasladarlo a los reunidos, y en diez minutos todos los de la concejalía habían desaparecido y nos habían dejado en plena calle. Fue una noche movida, muy movida, que también terminó en comisaría, pero ésa es otra historia.
Adiós, muy buenas
Aunque todavía escribí algún texto, más ensayístico y ad honorem más tarde, en 1979 había terminado mi relación “profesional” con Andalán.
No hay nostalgia. Como vino, se fue. En cierto modo siempre me sentí forastero en Zaragoza, como en cierto modo siempre me sentí forastero en Andalán, a veces un poco quemado de ver cómo mi “ficha” se iba yendo hacia el fondo mientras fichas más recientes avanzaban en aquel escalafón nebuloso que culminaba con la entrada en El Consejo. Cuantas veces me propusieron, uno u otro, fue que no. Aún recuerdo, una de las veces, al bueno de Angel Delgado saliendo una noche más entristecido que enfadado del conciliábulo: “Es que dice Biescas que eres muy antipartidos”. Y lo era.
Y es que yo no lo sabía entonces, pero era orgullosamente libre. Y con Gaviria podía ejercitar esa libertad, lo mismo organizando movidas que escribiendo al alimón un texto u organizando una profunda investigación. Y me sentía reconocido, como luego con los arquitectos (de Zaragoza, Navarra, Madrid, Badajoz) con los que durante años trabajé en planeamiento urbanístico. Claro que a Luis Granell y a Pablo Larrañeta les encantaban mis artículos, y ni una coma me cortaron que no fuese precisa por la maquetación. Pero institucionalmente (ahora que soy sociólogo sé decirlo así), no veía, no existía ese reconocimiento.
También es verdad que me estaba dejando de atraer el periodismo, que veía cada vez más como una mera actividad de portavocía política. Así que el día que finalmente llegó la oferta, porque llegó, nunca sabré si sincera porque llegó en verano, cuando había que cubrir las vacaciones de los contratados, dije que no. Decía a la vez no a Andalán y al periodismo. Y sin saberlo, a Zaragoza.
Estábamos en Extremadura, elaborando un informe y organizando un enorme follón para intentar detener la construcción de la central nuclear de Valdecaballeros, como antes habíamos hecho en el Bajo Aragón. A la vez que hacíamos la investigación, ejercía las que fueron mis últimas tareas periodísticas: un boletín diario con una vietnamita con la que tirábamos mil ejemplares, en el que tenía que dibujar con un punzón, sobre el papel de calco, las escenas “fotográficas” (un resumen de aquel boletín fue también mi última aportación en Triunfo). Estaba en Villanueva de la Serena, que pronto dejará de llamarse así, cuando llegó el aviso (¿cómo llegaban los avisos entonces, sin móviles?): “que llames a Andalán, que quiere hablar Pablo contigo”. Y Pablo, algo así como “que deberías venirte mañana mismo para hacerte cargo de la redacción, que se queda sola”. Y yo “Es que dejar ahora esto en lo que me he comprometido…”. Y él “Piénsatelo, porque yo creo que ya entrarás de redactor de seguido…” No recuerdo el detalle, la verdad, y supongo que lo discutiría con el Gordo, con Mario, con mi novia Gina. No recuerdo qué me dijeron, pero sí lo que no sé con qué palabras exactas le dije a Pablo: “No, gracias”.
Aunque como he dicho seguí escribiendo siempre que me lo pidieron, no sé de qué año será mi última colaboración. Pablo Larrañeta me pediría luego insistentemente artículos de opinión para El Día, y le envié bastantes; y Plácido Diez siguió con la tónica, e incluso publicó una “antología” en un par de librillos de una colección que regalaban con el dominical.
Creía entonces que con ello mantenía algún cordón umbilical, pero no era así. Había dicho adiós a Andalán, a Zaragoza, a Aragón. El que se fue a Sevilla...
Y tras…
Así que Andalán siguió su camino y yo el mío, y ambos nos olvidamos mutuamente. Ni me enteré, ni me enteraron, de que cumplió 25 años.
Trabajé con Mario Gaviria, con quien llegué a montar una empresa consultora con la que nos fue demasiado bien durante un tiempo a los socios, pero que me acabó costando dinero sólo a mí. Colaboré con unos cuantos equipos de urbanismo. Y finalmente lo mandé todo a la mierda de verdad, no como figura retórica parlamentaria, y me quedé en Extremadura, la región más atrasada de España, en donde había estado con Gaviria en 1977 y en 1979 haciendo investigación-acción, y en donde todo aún parecía virgen, puro, honrado. Había vuelto en varias ocasiones, llamado para diversos trabajos de planeamiento, y había ido de nuevo, en 1986, a hacer una gran investigación sobre Cultura del Agua. Rompiendo conscientemente con los Nortes, fue empezar no de cero, pero casi. Allí monté otra empresa consultora, sin dependencias de nadie, en la que llegamos a trabajar media docena de personas y con la que hicimos trabajos muy creativos.
Y como trabajaba como sociólogo, pues en vez de terminar las asignaturas que me quedaban de Periodismo me hice los cinco cursos de CC Políticas y Sociología. Y fue terminar y tentarme con una plaza a tiempo parcial en la Universidad de Extremadura. Yo detestaba la Universidad, pero entre mi esposa entonces, Gina Cortés, que había entrado como profesora de Economía un poco antes, y algunas de sus compañeras, me convencieron de que probase, total era a tiempo parcial. Yo mismo había convencido años atrás a Gaviria, por sugerencia de Enrique Gastón e insistencia de su madre, de que entrase en la Universidad. Y eso le aseguró un día una jubilación decente. Así que ¿por qué no?
Y ahí sigo. Entré en 1995, en 1999 leí mi tesis doctoral (que fue premio nacional de la Real Academia de Doctores), y en 2001 obtuve mi titularidad. Si alguien me ha “domado” ha sido la Universidad. Siempre digo que es un trabajo privilegiado, porque es seguro, pagado suficientemente (por más que se quejen nuestros sindicatos) y tienes una libertad enorme, sobre todo si no persigues carreras políticas (dentro o fuera de la Universidad). Pero para quedarte dentro tienes que atravesar una serie de puertas que te van arrehojando, castrando. Aunque es cierto que si llegas a la Universidad algo maduro, ya vivido, te lo tomas con resiliencia. Te castran igual, pero lo llevas con elegancia.
Así que vaya, a veces digo que he vivido varias vidas. Fuí periodista, escribí unos cuantos reportajes, artículos y sueltos en Andalán y en otros medios regionales y nacionales como El Noticiero, Esfuerzo Común, Triunfo, Diario16 o Primera Plana, etc. Escribí además trabajos más teóricos en revistas como El Viejo Topo, Transición, Bicleta, Ajoblanco, etc. Y luego dejé de ser periodista, me legitimé como sociólogo pero seguí escribiendo artículos de opinión para quien me los publicaba o me los pedía, como El País, El Periódico de Catalunya, Hoy o El Periódico de Extremadura, así como he sido entrevistado, o participado en tertulias de radio y televisión. De forma que el gusanillo periodístico, que en el fondo siempre está ahí, se va matando. Y finalmente profesor universitario.
¿Qué más decir de mí? Bueno, tempranamente me lancé a ciegas y de lleno a la Sociedad Telemática, con páginas web y blogs, así que casi todo lo mío anda colgado en la red. Pero sintetizando, he participado en muchas, dirigido bastantes de ellas, investigaciones sobre agricultura, ecología, urbanismo, género, consumo, turismo, ocio, consumo de alcohol y drogas, sociedad telemática, trabajo, el rural ése y unos cuantos temas más, lo que me permitió en su día investigar en muchas regiones: Andalucía, Aragón, Canarias, Castilla y León, Cataluña, Comunidad Valenciana, Extremadura, La Rioja, Madrid o Navarra. En mi CV digo con razón que he publicado como autor principal o coautor en más de medio centenar de libros, de casi demasiados temas como para ser confiable (“el mucho abarca, poco alcanza”, me repetía mi abuela). Como El Bajo Aragón expoliado (1976), Extremadura saqueada (1978), Vivir del Ebro (1978), La enseñanza de la arquitectura (1980), Ecodesarrollo. El modelo extremeño (1980), El campo riojano (1984), Ordenación territorial rural (1984), El espacio ignorado. Agricultura periurbana de Madrid (1987), Agricultura Periurbana/ Agriculture Periurbaine (1988), Extremadura. La Guía (1992), Mujeres en Extremadura (1993) El paro agrario (1994) El hombre perplejo (1995), Ocio y deporte en España (1996), Sociología de la Empresa (1996), Atlas visual de Extremadura y Alentejo (1997), La economía Ibérica (1999), Estados y regiones ibéricos en la Unión Europea (2000), Sociología y Medio Ambiente (1999), Hacia la urbe global (2001), Agroecología y Desarrollo (2001), El campo andaluz y extremeño: la protección social agraria (2003), Botellón: un conflicto postmoderno (2003), Young Technologies in old hands (2005), Debate Educativo (2005 y 2006), Enseñando Sociología a profanos (2007), Perspectivas teóricas en desarrollo rural (2007), Diáspora y retorno (2009), Transiciones Ambientales (2012), La ciudad. Antecedentes y nuevas perspectivas (2012), Esquemas de Sociología (2013), Treinta años de Economía y sociedad Extremeña (2014), Resaca nacional (2015), Casas de campesinos y pescadores (2015), Energy and Society (2015), o Dominación y neoextractivismo (2018) entre lo más reciente.
Y ahora hago esas cosas que hay que hacer en la universidad: preparar materiales docentes; organizar congresos, jornadas y seminarios; publicar artículos en revistas que casi nadie lee, incluidos algunos en inglés que suman más puntos pero aún lee menos gente; participar en comisiones de calidad que no mejoran nada; evaluar proyectos o artículos ajenos consiguiendo no entrar en el juego de putearse mutuamente, etc. A veces me invitan de universidades españolas o latinoamericanas a dar cursos o conferencias, y entonces sí que disfruto de verdad.
Podía haberme jubilado el año pasado, y si fuese albañil o camionero lo habría hecho. Hay compañeros de la generación anterior, auténticos jetas organizados, que se montaron unas normas más que ad hoc, casi ad hominem, con las que se pudieron jubilar a miles en toda España con 61 años, como los profesores de Primaria y Secundaria (que ya canta, también). Contaron el relato (estamos en el siglo de los Pequeños Relatos) de que así hacían sitio a los jóvenes, pero los políticos (que eran básicamente ellos mismos) cerraron luego el camino de entrada a los jóvenes con las famosas tasas de reposición. Vergüenza les tendría que dar: hay quién, si aguanta hasta el máximo de esperanza de vida hoy posible en España, va a estar mucho más tiempo cobrando pensiones y haciendo gasto que el que estuvo cotizando. Yo procuraré engordar todo el tiempo que pueda la hucha de las pensiones del Estado, hasta que me echen.
Y si llego, quizás luego escriba mis memorias (porque mi mujer, Manuela, se empeña en que lo haga). Entonces reciclaría con un copypega estos recuerdos de otros tiempos y otros lugares que, gracias a la invitación de la gente de Andalán, de Eloy (lo pondré así esta vez) he hilvanado para la ocasión. Agradecido, pues así he podido recordar a tantos otros periodistas con los que compartí momentos yendo y viniendo a Bellaterra, en Andalán, en Esfuerzo Común, en uniones, reuniones y movidas varias: además de los ya nombrados, José Carlos Arnal, José Ramón Marcuello, Fernando Baeta, Plácido Díez, Enrique Carbó, Adelina Mullor (con quien las circunstancias han permitido que mantengamos la relación), y algunos otros que quisiera, pero la memoria se resiste a rescatar.
Badajoz, a 704 kms de Mallén y de Zaragoza, 15/3/2022
Addenda (10/10/2024):
Me ha aparecido entre viejos papelotes el rastro de mi primer contacto con Andalán, en la primavera de 1974, mucho antes de que me contactasen para escribir mi primer artículo. Llevaba siete meses en Barcelona, estudiando Periodismo en la Autónoma a la vez que trabajaba en las oficinas de la gasolinera Meridiana, donde además residía en una especie de hostal para camioneros. Estaba suscrito a Andalán, no sé desde cuándo, y parece, a tenor de la nota que como tarjeta postal me envían, que les debí proponer tratar algún tema, que obviamente no les pareció oportuno. Acababa de cumplir 18, y seguro que, aunque no atendieran mi sugerencia, debió de emocionarme que me respondiesen.
Año y medio más tarde, hacia diciembre de 1975, Luis Granell me localizaba para pedirme un artículo sobre la autopista del Ebro. Y bueno, lo que vino luego se cuenta arriba.
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