Labrador, Juana y Altieri, Miguel Angel, Agroecología y Desarrollo, Mundiprensa, pp. 487 - 506, Badajoz, 2001
1. INTRODUCCIÓN
Este trabajo desarrolla la necesidad de
encontrar, más que un enfoque, enfoques
que integren la agroecología en el marco de un espacio regional muy específico,
como es el de la Europa Mediterránea, caracterizada simultáneamente por un
fuerte desarrollo tecno-económico y social, por una cultura específica que
descansa en tradiciones antropológicas comunes y extremadamente ricas, un medio
rural todavía habitado y dinámico, y un entorno ambiental muy frágil, sostenido
por una climatología que dificulta determinados estilos agrarios. El concepto
de desarrollo rural sostenible no
puede ni debe ser comprendido, en dicha región, en los mismos términos en que
pudiera serlo en otras áreas del planeta, como Latinoamérica (y en general los
países en vías de desarrollo) Norteamérica, o simplemente la Europa continental
y atlántica.
El primer apartado apunta mínimamente -por
cuanto otros capítulos del libro se ocupan con mayor amplitud de la cuestión-
hacia las bases en las que se apoya el desarrollo sostenible. El segundo
apartado desarrolla los modelos básicos manejados tanto para comprender el
desarrollo como para planificar el citado desarrollo sostenible. En tercer
lugar se plantean las características esenciales del espacio rural europeo mediterráneo. Finalmente, se analizan las
posibilidades de extensión y desarrollo de la agroecología en el marco de
espacios rurales sostenibles, y a la luz de los principios y directrices
políticas imperantes en la Unión Europea. Puede avanzarse, en esta síntesis, la
conclusión de la necesidad de convivencia entre modelos de desarrollo diversos,
como instrumento básico de sostenibilidad de un espacio rural caracterizado
justamente por una creciente minusruralidad.
La agroecología aparece así no como una panacea que pueda resolver los desafíos
de la agricultura, y del mundo rural en general, pero sí cómo un elemento
esencial en cualquier planificación del desarrollo que se asiente sobre los
principios del desarrollo sostenible. Un elemento que, en el marco de los
países europeos, ricos y altamente desarrollados en términos económicos,
tecnológicos, sociales y culturales, debe cumplir funciones sensiblemente
distintas a las que puede satisfacer en países en desarrollo.
Este trabajo no se acoge a ningún credo o
ideología, salvo a los principios de la Ecología Social, entendida no como
ideología sino como pretensión científica, y por tanto racional, de explicar
los hechos sociales como el producto de la interacción o intercambio de
información entre medio ambiente, población, organización, tecnología y
cultura. Los aspectos más normativos del trabajo descansan, por su parte, en el
único doble principio de la búsqueda de la máxima felicidad para los habitantes
del planeta, y de la igualdad de obligaciones y derechos de todos ellos tanto a
contribuir a su consecución, como al disfrute de la misma.
2. EL RETORNO DEL ECOLOGISMO COMO
AMBIENTALISMO
El ecologismo parecía, a finales de los
‘70, la ideología de más acelerada implantación en el planeta (Gaviria, 1980).
Sin embargo, la recuperación económica de los ‘80 supuso un bloqueo notable en
la extensión de las consecuencias que debían derivarse de su aparente éxito.
Como fue puesto de manifiesto en su momento, la maquinaria del crecimiento
industrial no podía detenerse en modo alguno, por lo que la salida de la crisis
económica sólo podía pasar -con el acuerdo implícito entre el estado y las
corporaciones empresariales y obreras- por un incremento en la degradación
ambiental, derribándose las leves barreras -apenas morales en aquella época-
levantadas[3] en la búsqueda de un equilibrio entre el
hombre y su entorno (Baigorri, 1980). Este proceso ha sido también definido
como la rueda imparable de la producción (treadmill)
por algunos sociólogos ambientales (Schnaiberg, Weinberg, Pellow, 1999).
En los años ‘90, no obstante, se produce una fuerte recuperación del
ecologismo, especialmente bajo su expresión ambientalista más edulcorada, hasta
el punto de que se habla ahora de una era
del ambientalismo (Steiguer, 1997). A partir, sobre todo, de la I Cumbre de
la Tierra, celebrada en Río en 1992, todo se ha acelerado todavía más. En el
marco de la todavía modesta Agenda 21, todos los gobiernos con mayor o menor
compromiso trabajan en torno a la necesidad de buscar nuevas estrategias de
desarrollo (Sachs, 1995), que sólo pueden pasar por la vía de sostenibilidad,
entendida como la capacidad de optimizar los recursos disponibles en la
actualidad sin poner en riesgo los de las generaciones futuras. Si pensamos en
la producción agraria, la visión de los expertos no deja lugar a dudas al
respecto, en el sentido de que “los
costes de los alimentos deben incluir los daños causados por la agricultura al
medio ambiente de las generaciones actuales y futuras” (Hrubovcak,
Vasavada, Aldy, 1999).
Esta recuperación de la cuestión
ambiental responde a factores muy diversos, entre los cuales cabe citar
siquiera algunos.
a) La crisis de las ideologías, o el
ambientalismo como objeto de deseo del empresariado moral
La crisis de las ideologías tradicionales ha facilitado la conversión de la cuestión ambiental en objeto de interés para el empresariado moral; de forma que la práctica totalidad de los críticos del sistema han adoptado como propios tanto el lenguaje como buena parte de los elementos ideológicos del ecologismo. Los residuos, tanto políticos como académicos, de la eclosión anti-capitalista de los ‘60 y ‘70, han confluido en el ecologismo, contribuyendo a un reverdecer de esta ideología. Esta reconversión ideológica ha confluido con el fenómeno de la conversión de algunos de los grupos ambientalistas más importantes en lo que algunos autores han denominado empresas de la protesta, contribuyendo esta sinergia a un fuerte incremento de la atención de los medios de comunicación, y de la opinión pública en general, a las cuestiones ambientales (Jordan, Maloney, 1997). De hecho, algunos análisis han puesto de manifiesto cómo el interés de la opinión pública por determinados temas ambientales responde a la capacidad de presión de determinados grupos de interés, que en cierto modo han conseguido llevar a cabo una construcción social de la cuestión ambiental (Mazur, 1998).
b) La evidencia empírica de la degradación ambiental
La creciente evidencia científica de la importancia de determinados impactos ambientales, como la degradación de la calidad de vida en las grandes urbes, la desaparición de espacios naturales de interés, la pérdida de especies. Ello, unido a la intensificación del proceso de globalización -ya iniciado de hecho con la Revolución Industrial- ha venido poniendo de manifiesto hasta qué punto los problemas derivados de la degradación ambiental sobrepasan los intereses nacionales, para constituirse, en determinados casos, en problemas planetarios de importancia primordial, planteados por algunos autores y grupos en términos de auténtico riesgo de desaparición de la especie humana a consecuencia del denominado Cambio Ambiental Global. El propio marco en el que se ha desenvuelto la última oleada globalizadora -las nuevas tecnologías de la información-, ha facilitado sin duda la difusión de las ideologías y conocimientos eco-ambientalistas, que han encontrado en la red de redes (Internet) su mejor aliado tecnológico.
c) La virtualidad del ambientalismo integrado
La adaptación del ecologismo a los presupuestos del sistema capitalista, bajo la forma de ambientalismo, ha facilitado la asunción, por parte de las instituciones del sistema, de sus principios más elementales referidos a las relaciones entre Naturaleza y Sociedad. Sin duda el paso de un ecologismo anti-sistema a un ambientalismo integrado ha facilitado que, en el marco del cambio cultural que ha llevado a las clases medias desarrolladas a adoptar el tipo de valores que algunos autores han llamado postmaterialistas (Inglehart, 1981), siempre que no afecten a las estructuras fundamentales de la sociedad, la preocupación por la degradación ecológica se haya convertido en una de las características de las sociedades contemporáneas avanzadas. En este marco hay que insertar el concepto de desarrollo sostenible propuesto por el denominado Informe Brundtland (World Commision on Environment..., 1987), aunque en realidad se trata únicamente de una actualización -con más éxito mediático- del concepto de ecodesarrollo, lanzado por Maurice Strong en 1972 en el marco de la Conferencia de Estocolmo (Sachs, 1980), la primera gran cumbre de la tierra. El concepto de desarrollo sostenible abre las puertas a la interacción consensual entre capitalismo, industria, desarrollo y conservación ambiental; lo que algunos han denominado, en los primeros análisis de economía verde desde una perspectiva capitalista, “el mejor que nada” (Cairncross, 1994)
d) El capitalismo verde, o el último empujón
La propia protección ambiental se ha
convertido, como consecuencia sinérgica de la presión derivada de los factores
anteriores, en un sector económico de creciente importancia para las
corporaciones industriales, financieras y de servicios de los países ricos. Por
un lado, se trata del creciente convencimiento, por parte de las grandes
corporaciones, de que -ciertamente bajo ciertas condiciones- conservar es
rentable (Cairncross, 1994); por otro lado, de la emergencia de un sector
secundario, terciario y cuaternario orientado hacia el propio medio ambiente
(Sadgrove, 1993). Los manipuladores del consumo han desarrollado, finalmente,
técnicas de marketing lo suficientemente agresivas y eficientes como para
vender a los consumidores cualquier tipo de producto que se presente bajo la etiqueta verde (Pino, 1993). Frente al
pesimismo de los teóricos del treadmill,
otros autores proponen que el capitalismo ha iniciado lo que denominan una
nueva modernización ecológica,
ideología muy presente en el discurso de las políticas ambientales dominantes
en Occidente. La modernización ecológica, basada en innovaciones técnicas y
organizativas frente a los problemas ambientales, parece constituir un
funcional punto de encuentro entre el ambientalismo integrado y los grupos
económicos más influyentes (Hajer, 1995).
Es en el marco de todos estos cambios sociales,
acontecidos a lo largo de las últimas cuatro décadas, en el que hay que situar
la importancia, que poco a poco, la agroecología
ha venido adquiriendo, como aplicación a los sistemas de producción de
alimentos de los principios del ecologismo/ambientalismo. Por tanto, debemos
atender a esta práctica, tanto en lo que conlleva de proceso de adaptación
sectorial de una ideología, como en su significado en cuanto que sector
productivo.
Si hablamos de ideología es porque, en
primer lugar, el campo semántico de la palabra agroecología es notablemente amplio, y buena parte del mismo va
mucho más allá de los aspectos técnicos y/o científicos que caracterizan a esta
‘nueva’ práctica agrícola, hasta
adentrarse en el terreno de las ideas políticas y aún filosóficas.
Por un lado, la agroecología se proclama
como expresión material de una especie de ruralismo
radical, que intenta reproducir las estructuras de unas sociedades rurales
tradicionales mitificadas, y que constituye más una anacronía que una utopía.
Por otra parte, los aspectos ideológicos
son importantes porque cualquier nivel de convicción en la bondad de la agroecología como modelo productivo, básico o
complementario, conduce a la necesidad de plantear dos cuestiones que sin duda
entran en el ámbito de las ideologías del desarrollo: en primer lugar, el
desarrollo desigual y las relaciones de intercambio existentes entre el Norte y
el Sur; y en segundo lugar, el papel de la agro-ecología en el marco más amplio
de lo que conocemos como ordenación o desarrollo rural.
En suma, debemos analizar la nueva función
de los espacios agrarios en las sociedades modernas, en particular en la
sociedad europea y muy especialmente en las regiones mediterráneas, y en
consecuencia los nuevos papeles que toca jugar a los agricultores, como base de
la
nueva reconversión que lenta pero inexorablemente se estaría acercando:
la reconversión hacia la sostenibilidad. Y debemos hacerlo atendiendo a la vez
a determinados fenómenos que caracterizan al sector agrario de las regiones
citadas en el marco de la globalización.
3. ECOCÉNTRICOS, TECNOCÉNTRICOS Y
DEMOCÉNTRICOS
Esencialmente hay tres formas de observar
el asunto de nuestras relaciones con la Naturaleza, aunque la gama se ampliaría
si atendiésemos también a diferencias de criterio, o de grado, o si abarcamos
ámbitos más amplios que la agricultura: en primer lugar, hallamos una
perspectiva eco-céntrica,
básicamente escéptica respecto a la capacidad del ser humano para convivir con
la Naturaleza, y que llega a posiciones apocalípticas cuando confluye con el
maltusianismo; en segundo lugar, la perspectiva eco-técnica o cornupiana, ciegamente confiada en la
capacidad de la ciencia y la tecnología para resolver todos nuestros problemas;
y finalmente una perspectiva demo-céntrica, también llamada eco-realista o eco-humanista
(Pepper, 1996), bajo cuya inspiración se desarrolla el concepto de
sostenibilidad, y que confía en la capacidad de las sociedades humanas para
resolver eficientemente, y a largo plazo, todos o buena parte de los desafíos a
los que se enfrentan.
a) La perspectiva eco-céntrica
Parte de la incapacidad radical de
nuestras sociedades actuales, bajo sus principios y estructuras, para
enfrentarse con éxito al riesgo de extinción de la vida sobre el planeta.
Inspirados en el maltusianismo más tradicional, la confluencia con los nuevos
movimientos e ideologías ‘de la tierra’
ha conducido a direcciones aún más apocalípticas, que claman por la necesidad
de un nuevo orden ecológico
(finamente analizado en Ferry, 1994) como criterio para organizar los asuntos
humanos. Esta perspectiva no la hallamos tan sólo en los documentos ideológicos
de la llamada ecología profunda (deep
ecology), sino también en no pocos manuales y documentos que se difunden
bajo la etiqueta de ciencia, biológica, económica o social.
Los maltusianos
tienen a veces la pasión del converso, como ocurre con Lester Brown. Este, si
bien ya era maltusiano en origen, ha
pasado de recomendar calurosamente el modelo de desarrollo occidental duro para los países en vías de
desarrollo, como única forma de incrementar su capacidad alimentaria
-incluyendo en su receta, como maltusiano, un control estricto de su
crecimiento demográfico-, cuando creía que el incremento de rendimientos por
unidad de tierra constituía la mejor forma de asegurar el abastecimiento
mundial (Brown, 1966,1967), a su actual convicción en que la tierra se
encuentra en un proceso de declive sistemático de su productividad, siendo
incapaz de sostener con los estándares alimenticios de los países desarrollados
a toda la población mundial (Brown, 1990). En lo único que Brown se mantiene
firme, respecto de sus posiciones de mediados del siglo XX, es en su profundo
temor al crecimiento demográfico de los países pobres (Brown, Kane,1994).
Pero respecto de la agricultura, tal vez
quienes mejor expresan la actitud de los ecocéntricos sean sus principales
ideo-científicos: la pareja formada por los Ehrlich, quienes consideran que, en
realidad, la agricultura en sí misma es un desajuste que tarde o temprano
pagaremos caro; para ellos, “cuando la
humanidad inició la revolución agrícola hace diez mil años, emprendió asimismo
una carnicería de la flora natural de la Tierra que aún continúa hoy día”
(Ehrlich, Ehrlich, 1987, II:14). El hecho anecdótico de que diez mil años
después los humanos sigamos aquí, y con una población al menos 12.000 veces
mayor, que en general vive de forma más agradable, no parece afectar demasiado
a sus convicciones.
También muestra la pasión del converso la
variante más política de esta perspectiva, heredera del marxismo académico de
los ‘70, que considera al mercado y el comercio internacional como causantes
últimos de todos los desastres habidos y por haber. Para ellos la moral del
cuento es que “el sistema capitalista
trabaja en contra de una agricultura racional” (Magdoff, Buttel, Bellamy,
1998). Lo cual, dicho sea de paso, plantea problemas teleológicos irresolubles;
pues por un lado mantienen los principios del materialismo histórico de Marx,
pero a la vez consideran que “las leyes
de la naturaleza echan por tierra la idea de la Historia como progreso, es
decir la idea de que la evolución del hombre es siempre hacia mayores cotas de
bienestar” (González, 1993:90), lo que parece antitético con una filosofía
de la historia marxista.
Las alternativas que ofrecen, que se
pueden sintetizar en una especie de autarquismo
agrario, son tal vez de cierto interés para algunas pequeñas comunidades,
pero difícilmente pueden ser apenas consideradas en un planeta con cientos de
ciudades millonarias en población.
Maltusianos y neo-marxistas confluyen en
una estrambótica síntesis que hubiese hecho las delicias dialécticas de Marx y
Engels. En lo que al tema que nos ocupa se refiere, podríamos decir, en base a
sus presupuestos, que la agroecología
se constituye en la única agricultura posible, aunque no quede suficientemente
explicado -y sobre todo demostrado- cómo podríamos alimentar así, dignamente, a
los 10.000 millones de habitantes que en unas décadas poblaremos el planeta[4].
b) La perspectiva tecno-céntrica
Frente a los maltusianos, los cornupianos confían ciegamente en que el
desarrollo tecnológico, deudor de la economía de mercado, resolverá todos los
problemas humanos. Para éstos, problemas como el calentamiento global (en cuya
inconsistencia insisten repetidamente, en la medida en que ni siquiera hay
acuerdo sobre si se trata de calentamiento o enfriamiento), el suministro de
agua potable, la contaminación del aire, la reducción de la capacidad
productiva de los océanos, la desaparición de los bosques, el crecimiento
demográfico, la agricultura y los alimentos, los efectos de los productos
sintéticos y químicos, o la pérdida de biodiversidad, todos ellos por igual son
problemas concretos y sustanciales, y en consecuencia resolubles con la ayuda de
la ciencia y la tecnología (Bailey, 1995); especialmente, si dejamos que el
mercado realice una eficiente asignación de recursos. Uno de los representantes
tecnocéntricos más antiguo y lúcido, el que fuese director de Nature, John Maddox, expresaba con nítidez
su crítica de los maltusianos y apocalípticos hace treinta años, y no se puede
negar que con lucidez premonitoria: “La
falsedad estriba en suponer que las naciones en desarrollo seguirán un camino
hacia la prosperidad exactamente igual al recorrido por las naciones avanzadas.
En el mundo del futuro, caracterizado por las computadoras electrónicas y no
por la locomotora de vapor de la Revolución Industrial, el uso de materias
primas seguirá unas reglas completamente distintas a las que obsesionan a los
profetas del desastre” (Maddox, 1974:110)
Respecto de la agricultura y su posible
vinculación a programas conservacionistas, algunos autores de este grupo
presentan argumentos de peso (que obviamente son considerados demagógicos por
los apocalípticos). Así, se argumenta que si tomamos por ciertos los recientes
planteamientos que desde el ambientalismo han desarrollado algunos autores
(Wackernagel, Rees, 1996) en torno al concepto del “ecological footprint” (base ecológica de sostenimiento per
cápita), las necesidades de tierra para atender a las necesidades de la
población del planeta con los estándares actuales son un 30% superiores a la
superficie total del globo; la necesaria reducción de los estándares condenaría
a la no sostenibilidad y la consiguiente desaparición de todos los pequeños
países densamente poblados, que en la actualidad sobreviven gracias a las
importaciones de alimentos y otros recursos naturales (Gordon, Richardson,
1999). Algunos de los más eminentes representantes de esta perspectiva han
dedicado denodados esfuerzos a demostrar cómo los recursos del planeta, unidos
al desarrollo tecnológico (y, siempre, el mercado), pueden alimentar no sólo a
la población actual, sino incluso permitir el crecimiento de los efectivos
humanos (Simon, 1996).
Para los tecno-céntricos, la modernización
conlleva una doble adaptación de los agricultores del planeta a las nuevas
tecnologías ofrecidas por la cornucopia de la ciencia: en primer lugar, a una
gestión ambiental apropiada, reduciendo el uso de fertilizantes químicos,
herbicidas y fitosanitarios a sus proporciones realmente efectivas[5], e incluso recuperando prácticas
culturales más conservacionistas de los suelos; y en segundo lugar, a las
nuevas propuestas tecnológicas derivadas de la aplicación de los
descubrimientos genéticos: semillas transgénicas, clonaciones, etc. Para los
tecno-céntricos será el mercado el instrumento encargado de promover esas
adaptaciones, y de asignar usos a las tierras y activos agrarios de los
diversos territorios.
Aunque los tecno-céntricos no dejan de esgrimir con demagogia, frente a
los eco-céntricos, el fantasma de las cavernas, ellos mismos siguen presentando
el mismo déficit de los antiguos desarrollistas:
por un lado no tienen respuesta a los riesgos a corto, medio y largo plazo de
las nuevas tecnologías; y en segundo lugar, su obsesión por el mercado plantea
serias dudas sobre su independencia respecto de los grupos industriales y
financieros que, antes que los agricultores, salen directamente beneficiados de
tales modelos de desarrollo. Por otra parte, tampoco ofrecen una respuesta
adecuada para aquellas poblaciones rurales que, de facto, están ya en las cavernas y no pueden jugar en un mercado mundial en el que
las cartas están marcadas.
c) La perspectiva demo-céntrica, o
eco-realista
Más allá del debate entre los optimistas
tecnológicos (cornupianos) más
recalcitrantes y los ambientalistas apocalípticos -un debate a menudo
circunscrito a cenáculos minoritarios-, los agentes sociales más lúcidos en las
sociedades desarrolladas se amparan siquiera en una visión cautelosa (Daniels, 1999), que nos conduce a prestar mucha
atención al tipo de tecnologías que utilizamos para producir los bienes de
consumo, pero haciéndolo además desde la perspectiva de los intereses de los
seres humanos, tanto de las generaciones actuales como de las futuras.
Los eco-realistas confían no sólo en la
acción de los Estados y las organizaciones supranacionales, planificando los
usos del territorio y protegiendo los espacios naturales susceptibles de
protección; también consideran que el mercado puede jugar un papel importante,
atendiendo al hecho de que los consumidores, en el marco de lo que se ha
denominado el cambio de valores hacia
un tipo de valores post-materialistas, son crecientemente selectivos respecto
del tipo de productos que compran (Stern, 1997), castigando cada vez en mayor
determinación aquellos que no responden a un tipo de producción ética o
ambientalmente aceptable.
El eco-realismo parte de algunos
presupuestos comunes a los de los maltusianos, pero reconoce también elementos
de análisis desarrollados por los cornupianos. Así, a partir de la evidencia
empírica de la degradación medioambiental que ha provocado el desarrollo
industrial desprovisto de todo control, y que pone en riesgo la supervivencia
de las generaciones futuras sobre el planeta, considera sin embargo que es en
la ciencia donde, de nuevo, pueden encontrarse las respuestas al desafío
ambiental. Si bien entienden que la ciencia, y sobre todo su aplicación tecnológica,
debe estar sujeta a controles democráticos.
En lo que a los estilos agrarios se
refiere, es, paradójicamente, el libre comercio internacional, lo que
posibilita que ciertos espacios puedan abandonar parcialmente la agricultura
industrial. Desde un cierto tipo de posición ecologista radical (como la que se
plantea desde el eco-regionalismo y en mayor medida aún desde la deep ecology) el transporte a grandes
distancias de alimentos se manifiesta como un notable despilfarro ecológico,
por cuanto se precisa, en términos económicos, elevados consumos energéticos
por unidad de valor añadido transportada. De hecho, en sus primeras
formulaciones[6], el eco-regionalismo consideraba el principio del autoabastecimiento
alimentario regional/nacional como un elemento irrenunciable en una política
económica ecológica[7]. Sin embargo, los principios del comercio justo que las más recientes
propuestas ecologistas hacen suyos plantean sonoramente la necesidad de romper
las barreras proteccionistas de los países ricos, para que los países en vías
de desarrollo puedan comerciar con lo que mayoritariamente son capaces, hoy por
hoy, de producir: alimentos.
Un planteamiento eco-realista, y éticamente honesto respecto de las
relaciones Norte/Sur, puede hacernos pensar que un auténtico libre comercio
mundial posibilitaría a los países en vías de desarrollo completar la
acumulación de capital necesaria para iniciar un auténtico despegue. Y desde
esta perspectiva, ciertos principios de los cornucopianos (quienes respecto al
desarrollo siguen considerando palabra de
Dios las etapas de Rostow), podrían ser aceptables; desde luego, es posible
-aunque no inevitable- que el desarrollo económico, a consecuencia de un
comercio mundial realmente libre y justo, posibilite también un desarrollo social
y cultural de los países en vías de desarrollo, teniendo entre otros efectos
una reducción notable de la presión demográfica. Aunque por supuesto, esta
consideración no sirve para ocultar su más profundo error de cálculo: la
protección del medio ambiente, en el marco del desarrollo económico, no procede
del mercado, sino del cambio de actitudes que, como consecuencia del propio
desarrollo, se produce en esas sociedades, hacia los denominados valores postmaterialistas (Inglehart,
1991), actitudes que influyen sobre el propio mercado.
Los demo-céntricos también recogen de los eco-céntricos la idea de una
comprensión holista de la vida humana. Pero es la felicidad del hombre, y no
una especie de justicia divina
judeocristiana, o de equilibrio místico oriental, la que prescribe la
conveniencia de una alimentación suficiente, no excesiva, y libre de tóxicos en
lo posible, que tenga como efecto indirecto una reducción de los costes
químico-tecnológicos de unos sistemas de salud hoy dedicados en buena parte a
deshacer, con más química y más tecnología, los efectos secundarios causados
por una alimentación quimicalizada y unos hábitos de vida insanos.
En este marco, la agroecología se manifiesta, para los eco-realistas, como una alternativa plenamente
válida para mejorar la calidad de vida de los seres humanos; y cuya viabilidad,
en consecuencia, no debe dejarse exclusivamente al arbitrio del libre mercado.
Pues en tal caso se consolidará una nueva brecha dentro de aquellas sociedades
que tienen acceso a la alimentación, entre quienes pueden financiarse productos
de calidad -los grupos económicamente privilegiados-, y quienes deben
conformarse con alimentos industriales y desnaturalizados -la mayoría de la
población-. Una agroecología entendida en estos términos puede ser
ecológicamente sostenible, pero podría llegar a convertirse en socialmente
inaceptable.
Naturalmente, esas visiones tienen una
traducción clara en las políticas agroambientales. Para los demo-céntricos es evidente que sólo una
estricta protección de las zonas de cultivo puede posibilitar, simultáneamente,
la protección de la Naturaleza y el abastecimiento alimentario en términos
sostenibles. Mientras que para los tecno-céntricos
las leyes del mercado, siguiendo una vez más el modelo de la mano oculta de Adam Smith, conducirán a
una eficiente distribución de los recursos que logrará que las tierras más
aptas para el cultivo sean protegidas por sus propietarios (Gordon,Richardson,
1999). Por el contrario, para los maltusianos, y en mayor medida incluso para
los neo-maltusianos (quienes han derivado del optimismo marxista en las fuerzas productivas al pesimismo
apocalíptico derivado de las fuerzas
destructivas), el propio sistema capitalista rueda contra una “agricultura
racional”, confiando en que serán los pequeños granjeros (nueva paradoja, pues
se trata de la tradicional bestia negra del marxismo) quienes resolverán el
problema de la humanidad (Magdoff, Buttel, Bellamy, 1998).
4. LA AGROECOLOGÍA EN EL MARCO DE
SOCIEDADES AVANZADAS, Y ECOLÓGICA Y SOCIALMENTE SOSTENIBLES
El concepto de sostenibilidad es, todavía
hoy, tremendamente ambiguo. Casi el único punto de acuerdo total lo encontramos
en la idea, puramente normativa, de la solidaridad
intergeneracional, algo que por lo demás no es menos ambiguo, dada la
dificultad de definir los intereses de generaciones que aún no existen (Toman,
1992). Según atendamos a criterios biológicos,
económicos o sociales sus dimensiones pueden ser incluso divergentes (Brown,
Hanson, Liverman, Meredith, 1987).
Así, socialmente podemos definir la
sostenibilidad como la supervivencia y felicidad del máximo número de personas;
biológicamente, sin embargo, se entiende como el mantenimiento de la
productividad de los ecosistemas naturales; y, en cuanto a la sostenibilidad económica,
se entiende como la inevitabilidad del crecimiento económico sin otra
consideración que el reconocimiento de los límites ecológicos que impiden dicho
crecimiento. Otros autores van más allá de esas tres variables esenciales, y
además de una dimensión social, biológica y económica de la sostenibilidad,
hablan de las dimensiones políticas y culturales (Corson, 1994).
Sin embargo, su misma ambigüedad facilita
que, al contrario de los tradicionales conceptos de modernización/desarrollo,
pueda plantearse como un concepto abierto, que no responde a un único modelo o
cliché (Becker, Jahn, Stiess, Wehling, 1997:20). De ahí que la idea de
sostenibilidad pueda y deba tener un significado profundamente distinto en el
marco de las actuales sociedades ricas, que en aquellas otras que se encuentran
en vías de desarrollo, o simplemente postradas ante un desarrollo imposible
-algo que no siempre se tiene en cuenta-. Así, el nivel de autonomía (o
autarquía, utilizando el término más correcto) que podría ser un buen indicador
de sostenibilidad en determinadas sociedades, puede no serlo en otras. Por otra
parte, el concepto puede y debe ser entendido de forma sensiblemente distinta a
nivel global, nacional o local (Carson, 1994).
Es decir, considerando el concepto de sostenibilidad
en sus dimensiones normativas hallamos también no pocas ambigüedades, a menudo
derivadas del hecho de que, para algunos autores, lo societario queda, en
términos jerárquicos, al nivel de lo biológico.
En sus planteamientos más genéricos, la dimensión normativa de la
sostenibilidad incluye la compatibilidad entre los niveles y objetivos
sociales, económicos y medioambientales; la equidad y la justicia social como
un principio superior irrenunciable; el reconocimiento de la diversidad cultural
y el multi-culturalismo[8]; el apoyo al mantenimiento de la
biodiversidad[9]. En lo que a los sistemas agrarios se refiere, el concepto de
sostenibilidad es relativamente fácil de
traducir: se trata, esencialmente, de asegurar la alimentación de las poblaciones
actuales sin poner en riesgo la capacidad biológica de asegurar la alimentación
de las generaciones venideras; y hacerlo, además, asegurando que no se producen
desigualdades injustas entre los distintos grupos sociales. Sucesivas
conferencias internacionales, y especialmente la Cumbre de Río y la Agenda 21,
han venido marcando el camino a seguir para conseguir esa sostenibilidad,
promoviendo los siguientes cambios estructurales:
a) eliminación de todo tipo de subsidios directos o indirectos que
animen a la degradación o pérdida de recursos naturales;
b) eliminación de los programas de apoyo a la agricultura orientados al
mantenimiento de precios artificiales, y sustitución por programas de apoyo a
la agricultura que conserve los recursos;
c) reforma de los indicadores económicos del sector agrario, de forma
que registren la degradación y pérdida de recursos naturales;
d) incremento de fondos públicos para la investigación de tecnologías
apropiadas para una agricultura sostenible.
Hay dos aspectos claramente diferenciados. En primer lugar, los
instrumentos fiscales, por un lado(Constanza, 1991), y de ordenación
territorial por el otro (Haney,Field, 1991; Daniels, Bowers,1997), orientados a
asegurar la sostenibilidad y mantener el capital
ambiental para futuras generaciones. Y en segundo lugar, los aspectos
sociales, que podemos concentrar en la seguridad de una política alimentaria
capaz de sostener a la población de cada sociedad, y del conjunto de la
población humana, en un lado, y de otro lado en el concepto, irrenunciable para
otros promotores de la sostenibilidad, como Sachs, de justicia intrageneracional. Esto conlleva, en primer lugar, la
consideración del campesinado como grupo social cuya pervivencia y, sobre todo,
cuyas funciones, es necesario discutir; y en segundo lugar implica la
virtualidad de un modelo de desarrollo, o progreso social, esto es una idea de
modernización, de la que todos los pueblos del planeta puedan participar y
obtener los consiguientes beneficios.
Las dos regiones del planeta tecnológica, económica y socialmente más
avanzadas, Europa y América del Norte, han emprendido a lo largo de los últimos
años políticas en esa dirección. Aunque ambas regiones partían de posiciones
muy distintas respecto de cuestiones esenciales en este asunto, como son el
papel del mercado, el Estado y la sociedad civil, observamos un proceso de
confluencia en sus políticas.
En el caso de la Unión Europa, sobre la base de la Agenda 2000 ha
asumido plenamente esos nuevos valores, y toda la legislación comunitaria, así
como la reorganización presupuestaria, tienen presente el concepto de
sostenibilidad, lo que tiene una fuerte incidencia en la Política Agraria
Comunitaria. La Comisión ha hecho ya sus recomendaciones explícitas en la
comunicación denominada Pistas para una
agricultura sostenible, presentada a finales de enero de 1999 (COM, 1999),
y que venía acompañada de otra comunicación en la que explícitamente se plantea
la integración de las consideraciones medioambientales en la PAC (COM, 2000).
Todo esto apenas unos meses antes de que el Consejo Presidencial para el
Desarrollo Sostenible de los USA publicara, por su parte, el informe Hacia una América Sostenible (Anderson,
Lash, 1999).
Los principios de la sostenibilidad agraria, tanto en Europa como en los
Estados Unidos, son los mismos: un fuerte peso de los principios
agroambientales, una redefinición de las funciones meta-agrarias del territorio
en la línea de los principios en los que algunos investigadores venimos
trabajando desde hace veinte años, y consecuentemente una redefinición del rol
de agricultor como agente económico
multifuncional, no necesariamente orientado en exclusividad hacia la
agricultura sino también hacia la conservación ambiental o incluso otros
sectores como el ocio ambiental.
Tanto en Europa como en América existe conciencia de la necesidad de
preparar a los agricultores para esa nueva situación, orientándolos hacia una
forma de ocupación más diversificada, en la que la agricultura solo ocupa un
tiempo parcial (Barthelemy, 1999), en suma aceptando una idea de ruralidad muy
semejante, aunque no exactamente igual, a la planteada por la utopía ecologista
de los ‘70 (Barthelemy, Vidal, 1999).
En los Estados Unidos, además, la mayor confianza en el mercado incluye
una apuesta por la recuperación de la pequeña agricultura (small farms), orientada a la producción ecológica y en estrecha
relación con los consumidores urbanos, a los que suministran directamente
(Perry, 1998). Propuestas que parecían utópicas hace veinte años (Baigorri, 1978),
como la agricultura sostenida por las propias comunidades urbanas mediante
contratos-programa, son hoy una realidad que se extiende por los Estados
Unidos, y próximamente serán habituales en Europa (Brown, 1999). Los Estados de
California, Nebraska o Minnesota son algunos de los pioneros, en algunos casos
desde hace una década, en el desarrollo de sistemas de agricultura sostenible
apoyados por los consumidores urbanos responsables. Una agricultura que además
pretende ser una agricultura saludable
(McDuffie, 1995), como lo fue antes de su industrialización (Baigorri, 1984).
Por supuesto, la agricultura sostenible no es necesariamente una
agricultura justa, sino sencillamente una agricultura técnicamente compatible
con el medio ambiente. La sostenibilidad incorpora una justicia diacrónica,
inter-generacional, pero no es necesariamente justa en términos sincrónicos o
intra-generacionales. Los temas sociales siguen pendientes, como han recalcado
algunos estudios (Allen, 1993), y entre ellos los de los asalariados,
especialmente los inmigrantes. Porque la sostenibilidad debe ser tanto
ambiental como social (Sachs, 1996).
Igual que el tema de los inmigrantes, hay que considerar el de la
pobreza rural, crecientemente olvidada en los países desarrollados por el
impacto de la pobreza urbana; en todos los países avanzados siguen persistiendo
(no sólo en Europa, sino en los Estados Unidos) bolsas rurales de pobreza en la
que persisten tendencias migratorias que pueden poner en riesgo la conservación
del territorio (Cushing, 1997). De hecho, a pesar de lo que creen algunos
visionarios (Magdoff, Buttel, Bellamy, 1998) que han recuperado las
percepciones que teníamos otros visionarios hace dos décadas, el capitalismo no
es incompatible con una agricultura sostenible, por lo que seguirán siendo
necesarias políticas sociales en el campo. Pero además de esas políticas
sociales, es necesaria la preparación de la población rural para la convivencia
multicultural, para la tolerancia frente a los extraños.
Estrechamente relacionada con todas las cuestiones que hemos manejado
están las nuevas estrategias de desarrollo que las sucesivas cumbres mundiales
están poniendo de manifiesto.
El fracaso de la más reciente cumbre económica pone de manifiesto el
rechazo, no sólo por parte de los propios países en vías de desarrollo, sino
también por parte de crecientes capas de la población de los países
desarrollados, con la división internacional del trabajo existente. Más allá de
la sostenibilidad ambiental y social a nivel local, la globalización pone de
manifiesto la inevitabilidad de una gestión sostenible, desde un punto de vista
ambiental y social, del conjunto del planeta, lo que presupone una
transformación radical en los esquemas del comercio. O los países ricos
empiezan a comprar seriamente a los países en desarrollo lo único que realmente
pueden producir, alimentos, o el planeta se dirigirá a una situación de caos de
consecuencias impredecibles; o las fronteras del trabajo se permeabilizan,
según el modelo de las fronteras del capital, o los riesgos de conflicto se
agudizarán asimismo. Y ello sin olvidar que, atendiendo a las proyecciones más
fiables, extensas regiones del planeta, como China, van a precisar en los años
venideros de un fuerte incremento de importaciones de alimentos (Harris, 1996).
Todo esto, obviamente, tiene unas consecuencias directas en nuestra
agricultura, y hace todavía más urgentes, si cabe, las propuestas de la
Comisión de las Comunidades.
Un segundo aspecto en el que se produce la confluencia entre las políticas
europeas y americanas es el de la regulación de los usos del suelo. Así, a lo
largo de los años ‘90 hemos asistido, en los Estados Unidos, a un proceso
creciente de regulaciones federales y estatales sobre los usos del suelo,
orientadas a la preservación no sólo de los espacios considerados naturales de interés, sino asimismo y
muy especialmente en algunos Estados, de las tierras de cultivo, especialmente
de las de mayor calidad; a imitación de la tradición planificadora europea, la
regulación del crecimiento metropolitano estableciendo zonificaciones ha sido
el instrumento preferido (Daniels, 1999).
En cierto modo, la cuestión de la agricultura sostenible se desenvuelve
en el marco de los conflictos por el uso del territorio que han caracterizado las
últimas décadas de la sociedad industrial (Baigorri, 1983, 1984 y 1998). O lo
que es lo mismo, cualquier discusión sobre la sostenibilidad y la agricultura
sostenible debe incluir a los centros urbanos en el análisis (Savory, 1994). En
cierto modo, podría decirse que la evolución social se ha decantado a la vez en
contra y a favor de los agricultores: por un lado van a dejar de ser ellos
quienes decidan los usos del suelo no construido, expropiándoles la capacidad de decisión sobre sus propiedades; pero,
a la vez, ello se hace para garantizar justamente los usos agro-naturales del
suelo, y a la vez contribuyendo a asegurar su pervivencia en el territorio, lo
que el mercado no ha sido capaz de asegurar en los últimos doscientos años.
Naturalmente, en este marco, la agroecología está destinada a jugar un papel esencial. En los países en vías de
desarrollo, este tipo de agricultura puede llegar a ser, para algunas pequeñas
comunidades, la única agricultura posible; sin embargo, no es ese tipo de
espacios el que nos ocupa en este trabajo. Por el contrario, en las sociedades
ricas y avanzadas partimos de un principio: “ninguna
especie de agricultura ‘orgánica’ o no industrializada es capaz de ofrecer
esperanzas reales de sostenimiento de las ciudades actuales” (Savory,
1994:142). Durante mucho tiempo, y tal vez para siempre, nuestras sociedades
deberán convivir con al menos dos modelos distintos de agricultura, que
conllevan estilos organizativos y culturales contrapuestos pero que, al
contrario de lo que algunos sostienen, pueden convivir perfectamente:
a) Una agricultura industrial, a la que atendiendo a criterios de mercado
(y no es previsible a corto o medio plazo otro tipo de criterios de asignación
de recursos) muchos empresarios agrarios, particularmente en las grandes
explotaciones, van a preferir acogerse. Esta agricultura estará destinada a
producir alimentos básicos y populares baratos, y muy probablemente, al igual
que lo han hecho las plantas industriales, tienda a trasladarse a los países en
vías de desarrollo, donde los controles ambientales y los costes laborales
serán menores durante años, a medida que el comercio mundial de alimentos se
liberalice. No obstante, esta agricultura tenderá a ser cada vez más eficiente
en el uso de inputs, especialmente energéticos, e irá reduciendo el uso de
fitosanitarios químicos, con la ayuda de las modificaciones genéticas. En
realidad, habría que hablar de una agricultura industrial limpia, según los principios del ambientalismo suave, asentada en
los países más desarrollados, y una agricultura industrial sucia, todavía fuertemente impactante sobre el medio natural, en
los países en vías de desarrollo.
b) Una agricultura sostenible, cuya función alimentaria será tan sólo una
de las que se le atribuyan, pues también deberá contribuir a la conservación
del capital ecológico para su transmisión a las futuras generaciones. Sin
embargo, agricultura sostenible no es, necesariamente, sinónimo de
agroecología, pues ya hemos señalado la ambigüedad del concepto de sostenibilidad,
según atendamos a criterios sociales, económicos o biológicos.
En este sentido, dentro de estos sistemas
agronómicos sostenibles habrá que distinguir primeramente una agricultura respetuosa con el medio ambiente,
tecnológicamente avanzada y considerada con los consumidores, que permita
atender simultáneamente a las necesidades de alimentos de calidad de cientos de
millones de consumidores, así como a las necesidades de contar, para el
disfrute de la ciudadanía, con un campo
bellamente conservado, y todo ello sin agotar el capital biológico. La
agricultura sostenible va a ser, por tanto, lo que desde hace años hemos
denominado una agricultura paisajística
(Baigorri, 1987 y 1997), encargada tanto de alimentar como de conservar la
biodiversidad. Por tanto, la agricultura así recupera una función, añadida a la
de producir alimentos, a la que tradicionalmente había respondido: la
producción de espacio y diversidad biológica (Barthelemy, Vidal, 1999)[10]. Pero ahora el espacio y la
biodiversidad no es, exclusivamente,
para el uso y disfrute de los propios agricultores, sino del conjunto de la
ciudadanía, por lo que la comunidad asume financiar la presencia de los
agricultores como jardineros de lo
que hemos denominado los intersticios de
la urbe global (Baigorri, 1998, 2001). El creciente esfuerzo en el diseño
de indicadores de sostenibilidad agrícola (CCE, 1999 y 2000) debe hacernos
pensar en una progresiva adaptación de las ayudas públicas, tanto en Europa
como en los USA, en proporción al esfuerzo realizado en el cumplimiento de las
funciones meta-agrarias de la agricultura.
Y en segundo lugar la agroecología
propiamente dicha, como una variante especial de la agricultura sostenible, que
por un lado intensifica las funciones meta-agrarias, y por otro lado permite la
producción de un tipo de alimentos que, desde hace años, son crecientemente
demandados por determinados grupos de consumidores. La agroecología aporta un
conjunto de beneficios ambientales, sociales y económicos, extensamente
analizados en otros muchos capítulos de este volumen.
Naturalmente, todos estos cambios, tanto los que van a afectar a la
agricultura industrial como los que implica la extensión de las distintas
formas de agricultura sostenible, son inseparables de lo que hemos denominado la segunda reconversión agraria. Si
entre los años ‘60 y ‘80, los agricultores occidentales debieron adaptarse a la
penetración del capitalismo y el industrialismo en la Agricultura, quedando
cientos de miles de campesinos en el camino, llega ahora una segunda reconversión,
que no ha de ser menos traumática para el colectivo. Ello implica la necesidad
de investigar los factores que facilitarán la migración de los agricultores
hacia la Agroecología, es decir cómo y por qué razones los agricultores migran
(y por tanto pueden migrar) hacia los nuevos sistemas, pues las investigaciones
existentes muestran que la diversidad de razones es notable, desde el
convencimiento ecológico a la
persecución de premios por el mercado o los subsidios públicos (Padel, 1994,
Assouline, 1997, Fairweather, 1999).
5. EL ESPACIO REGIONAL MEDITERRÁNEO, JARDÍN
DE LA URBE GLOBAL EUROPEA
Como ha quedado dicho, la Unión Europea ha
apostado fuerte, en los últimos años, por una agricultura que, por un lado, sea
más eficaz y competitiva en los mercados mundiales (lo que significa una
progresiva reducción de las ayudas a la producción), pero que, a la vez y sobre
todo, cumpla una función de conservación ambiental y de mantenimiento del
equilibrio territorial (lo que significa una creciente política de ayudas al
mantenimiento de la población agraria en su medio territorial).
La agroecología aparece aquí como una
alternativa, entre otras posibles, para alcanzar esos objetivos. Desde la
consciencia de que las prácticas agro-ecológicas, justamente a la luz de los
propios argumentos maltusianos, no permite el abastecimiento de los 7.000
millones de personas que a corto plazo poblarán la tierra, ni siquiera de los
doscientos millones de europeos, sin embargo sí que permite alcanzar más
eficientemente dichos objetivos: en primer lugar, la agroecología es, junto a
la onerosa y crecientemente compleja política de parques nacionales, la mejor
forma de proteger la biodiversidad, y mantener o incluso recuperar los paisajes
rurales tradicionales; en segundo lugar, las producciones agroecológicas van a
mejorar la calidad de vida de los consumidores, y enmarcada su producción en
todo un programa de vida alternativo contribuirán también, indirectamente, a
reducir los costes globales de determinados servicios públicos, como la sanidad[11] (naturalmente siempre que se asegure una
credibilidad a esas producciones, y se creen los circuitos de consumo que
permitan dar el salto desde un mercado de nicho, a ocupar una parte sustancial
del mercado alimentario); y, en tercer lugar, pero no con menor importancia, la
agroecología genera empleo: tanto en el propio sector agrario, como en la
industria alimentaria y los servicios avanzados. Dadas las propias
características de la agroecología, desde la transformación agroindustrial hasta
la investigación agraria, que debe centrarse en las características locales,
buena parte del empleo generado por estas prácticas agronómicas es de carácter
local.
Sin embargo, más allá de los aspectos generales de la nueva política
agroambiental comunitaria, o americana, no puede plantearse la cuestión en los
mismos términos para toda la comunidad. Del mismo modo que la agricultura
sostenible no puede entenderse del mismo modo en las sociedades avanzadas que
en los países en vías de desarrollo, asimismo las características ecológicas,
agronómicas, económicas y sociales de las regiones del Sur de Europa (es
difícil circunscribirnos al ámbito mediterráneo,
por cuanto Portugal participa plenamente en las características de estas
regiones) exigen un tratamiento específico del tema.
Frente al conjunto europeo, las regiones del Sur presentan las
siguientes características específicas, en lo que a sus estructuras agronómicas
se refiere:
1) Una riqueza biológica mayor, que las hace más susceptibles de recibir
la atención de las políticas agroambientales.
2) Una densidad de población muy inferior, que exige una mayor presencia
de población activa agraria multifuncional para asegurar la protección
ambiental del territorio.
3) Unas características climáticas que permiten, sin otro input
artificialmente introducido en el sistema que el agua, una producción más
intensiva de productos de calidad durante todo el año.
4) Una mayor presencia de población activa agraria, y en condiciones de
mayor precariedad socioeconómica, que no puede sobrevivir en su espacio vital
sin la solidaridad de otros espacios.
5) Una variedad y riqueza cultural extraordinaria, que facilita la
integración de la agroecología en un sistema integrado de sostén rural que
incluya el turismo y, en general, la prestación de servicios a la población
urbana.
Sobre estas bases, y partiendo de nuestras propias tesis sobre la
ineficiencia de la distinción rural/urbana, y el desarrollo de lo que venimos
denominando la urbe global (Baigorri,
1995b, 1998 y 2001), las regiones del Sur de Europa pueden convertirse -en
cierto modo de nuevo, pues ya lo fueron durante siglos- en el huerto-jardín de
la urbe global europea.
Lógicamente, ello exige, además del éxito de esa segunda reconversión agraria a la que hemos hecho referencia, el
completar justamente el proceso de urbanización de las zonas rurales del Sur de
Europa. Sin una plena inserción en la urbe global, participando plenamente
tanto de los valores y cultura urbana globales como de las culturas locales, y
manejando las tecnologías de la información que definitivamente insertan a los
intersticios de la urbe global, no puede conseguirse mucho más que una difusión
marginal de la agroecología.
Badajoz,
Agosto de 2.000
BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS
Allen, P., ed. (1993), Foof for
the Future: Conditions and Contradictions of Sustainability, John Wiley
& Sons, Nueva York
America’s National Research Council, ANRC (1989), Alternative Agriculture, National Academy Press, Whashington
Anderson, R.C., Lash, J. (1999), Towards
a Sustainaible America, The President’s Council on Sustainable Development,
Washington
Assouline, G. (1997), Conditions
et obstacles a la difference de modeles d’agriculture durable en Europe,
Ministere de l’Environment, Paris
Baigorri, A. (2001), Mesópolis
transfronterizas, Editora Regional de Extremadura, Mérida
Baigorri, A. (1999), ‘De la naturaleza social de la naturaleza’, en
Pardo, M. ed., Sociología y Medio
Ambiente, Fundación Fernando de los Ríos/Universidad Pública de
Navarra/Foro Formación Ediciones, Madrid, pp. 103-114
Baigorri, A. (1998), ‘De la terra
ignota al jardín terrenal: usos y funciones del territorio en la Sociedad
de la Información’, Ciudades, 4, pp.
149-164
Baigorri, A. (1997), ‘Regadío, territorio y desarrollo socioeconómico de
Extremadura’, Situación, Serie
Estudios Regionales: Extremadura, pp. 141-166
Baigorri, A. (1995), El paro
agrario, Servicio de Publicaciones de la Diputación Provincial de Badajoz,
Badajoz
Baigorri, A. (1995b), ‘De lo rural a lo urbano de nuevo: sobre las
dificultades de mantener una división epistemológica entre sociología rural y
urbana’, Comunicación al V Congreso Español de Sociología, Federación Española
de Sociología, Granada
Baigorri, A. (1992), ‘Perspectivas globales: tendencias y desafíos
planetarios entre los rurales’, ExtremaDuda,
2, pp. 49-57
Baigorri, A. (1987), De lo que
hay, y lo que se podría, Ediciones del Valle, Zaragoza
Baigorri, A. (1984), ‘La competencia por el uso de la tierra’, en
A.Baigorri, M.Gaviria, dirs., El campo
riojano, Cámara Agraria de La Rioja, Zaragoza, Tomo 1, pp. 101-130
Baigorri, A. (1983), ‘La urbanización del mundo campesino’, Documentación Social, 51, pp. 143-158
Baigorri, A. (1980), ‘Crisis e ideología de la crisis’, Transición, nº 25, pp. 18-22
Baigorri, A. (1978), ‘La radicalización del cooperativismo’, en Las luchas y la defensa de renteros y
medieros, Arre/Hórdago, San Sebastián, pp. 135-154
Baigorri, A., Cortes, G. (1984), ‘La salud de los agricultores
riojanos’, en A.Baigorri, M.Gaviria, dirs., El
campo riojano, Cámara Agraria de La Rioja, Zaragoza, Tomo 1, pp. 52-63
Baigorri, A., Gaviria, M., et al (1985), El espacio ignorado. Posibilidades de desarrollo de la agricultura
periurbana en el Área Metropolitana de Madrid, Consejería de Ordenación del
Territorio, Medio Ambiente y Vivienda de la Comunidad de Madrid, Madrid
Bailey, R. (1995), The True State
of the Planet, The Free Press, Nueva York
Barthelemy, P.A. (1999), ‘Les mutations de l’emploi agricole’, en Agriculture et Environment,, Comisión de las Comunidades, http://europa.eu.int/comm/dg06/report/fr/rur_fr/report_fr.htm
Barthelemy, P.A., Vidal, C. (1999), ‘Les ruralités de l’Union
Europeenne’, en Agriculture et
Environment,, Comisión de las Comunidades,
http://europa.eu.int/comm/dg06/report/fr/rur_fr/report_fr.htm
Becker, E., Jahn, T., Stiess, I., Wehling, P. (1997), Sustainability: A Cross-Disciplinary Concept
for Social Transformations, Policy Papers, 6, MOST/Unesco, Paris
Brown, B., Hanson, M., Liverman, D., Merideth, R. (1987), ‘Global
Sustainability: Toward definition’, Environmental
Management, 11 (6), pp. 713-719
Brown, L. (1967), El hombre, la
tierra y los alimentos, UTEHA, México
Brown, L. (1966), Cómo aumentar la
producción mundial de alimentos, UTEHA, México
Brown, L., dir. (1990), State of
the World, W.W.Norton & Company, Nueva York
Brown, L., Kane, H. (1994), Full
House: Reassing the Earth’s Population Carrying Capacity, W.W. Norton,
Nueva York
Brown, M. (1999), ‘Apprenticeship trains future CSA farmers’, CSA
Newsletter, University of California in Santa Cruz, http://zzyx.ucsc.ed/casfs/Newsletter/csa_article.htm
Cairncross, F. (1994), Las cuentas
de la Tierra. Economía verde y rentabilidad medioambiental, Acento
Editorial, Madrid
Cernea, M. M., ed. (1991), Putting
People First: Sociological Variables In Rural Development, The World Bank,
Philadelphia
COM (2000), Indicadores para la
integración de las consideraciones medioambientales en la Política Agrícola Común,
Comisión de las Comunidades Europeas, Bruselas
COM (1999), Directions towards
sustainable agriculture, Comisión de las Comunidades Europeas, Bruselas
Constanza, R. ed. (1991), Ecological
Economics: The Science and Maganement os Soustainibility, Columbia
University Press, Nueva York
Corson, W.H. (1994), ‘Changing Course: An Outline of Strategies for a
Sustainable Future’, Futures, 26 (2),
pp. 206-223
Cushing, B. (1997), ‘Migration and Persistent Poverty in Rural America:
A Case Study from Central Appalachia’, Research Paper 9732, Department of
Economics and Regional Research Institute, West Virginia University, Morgantown
Daniels, T. (1999), ‘A cautionary reply for Farmland Preservation’, Planning & Markets, 2 ( http://www-pam.usc.edu/volume2/
)
Daniels, T., Bowers, D. (1997), Holding
Our Ground: Protecting America’s Farms and Farmland, Island Press, Washington
Fairweather, J.R. (1999), ‘Understanding how farmers choose between
organic and conventional production: Results from New Zealand and policy
implications’, Agriculture and Human
Values, 16, pp. 61-63
Fairweather, J.R. (1999), ‘Undestanding how farmers choose between
organic and conventional production: results from New Zealand and policy
implications’, Agriculture and Human
Values, 16, pp. 51-63
Ferry, L. (1994), El nuevo orden
ecológico. El árbol, el animal y el hombre, Tusquets, Barcelona
Gaviria, M. (1980), El buen
salvaje, El Viejo Topo, Barcelona
Gaviria, M., dir., (1976), El Bajo
Aragón expoliado. Recursos naturales y autonomía regional, Deiba, Zaragoza
Gaviria, M., Naredo, J.M., dirs., (1978), Extremadura saqueada. Autonomía regional y recursos naturales,
Ruedo Ibérico, Paris/Barcelona
Gaviria, M., Baigorri, A., dirs. (1980), El modelo extremeño. Ecodesarrollo de La Siberia y La Serena,
Editorial Popular, Madrid
Gordon, P, Richardson, H.W. (1999), ‘Farmland Preservation and
Ecological Footprints: A Critique’, Planning
& Markets, 1 ( http://www-pam.usc.edu
)
Gordon, P., Richardson, H.W. (1999), ‘Farmland preservation and
Ecological Footprints: A Critique’, Planning
& Markets, 1 ( http://www-pam.usc.edu )
Hajer, M.A. (1995), The Politics
of Environmental Discourse. Ecological Modernization and the Policy Process,
Clarendon Press, Oxford
Haney, W.G., Field, D.R., eds. (1991), Agriculture and Natural Resources: Planning for the Twentyfirst Century,
Westview Press, Boulder
Harris, J.M. (1996), ‘World agricultural futures: regional
sustainability and ecological limits’, Ecological
Economics, 17, pp. 95-115
Hruvovcak, J., Vasavada, V., Aldy, J.E. (1999), Green Technologies for a More Sustainable Agriculture, Agriculture
Information Bulletin, 752, US Departament of Agriculture, Washignton
Inglehart, R. (1991), El cambio
cultural en las sociedades industriales avanzadas, CIS, Madrid
Jordan, G., Maloney, W.A. (1997), The
protest business?. Mobilizing campaign groups, manchester University Press,
Manchester
Maddox, J. (1974), El síndrome del
fin del mundo, Barral, Barcelona
Magdoff, F., Buttel, F., Bellamy, J. (1998), ‘Introduction’, Monthly Review, Vol. 50, 3 (Hungry and Profit)
Mazur, A. (1998), ‘Global Environmental Change in the News: 1987-90 vs. 1992-96', International Sociology, Vol. 13, Nº 4, pp. 457-472
McDuffie, H.H., et al., eds. (1995), Agricultural
Health and Safety: Workplace, Environment and Sustainability, CRC Press,
Boca Raton
Padel, S. (1994), ‘Adoption of organic farming as an example of the
diffusion of an innovation -a literature review on the conversion to organic
farming’, Centre for Organic Husbandry and Agroecology Discussion Paper Series,
94/1
Pepper, D. (1996), Modern
Environmentalism, Routledge, Londres
Perry, Janet et al. (1998), ‘Small Farms in the US’, Agricultural Outlook, Mayo 1998, pp.
22-26
Pino, A. del (1993), El anuncio
verde. Márketing y comunicación medioambientales, Ediciones Deusto, Bilbao
Sachs, I. (1995), En busca de
nuevas estrategias de desarrollo, Colección Políticas Sociales, nº1,
MOST/Unesco, Paris
Sachs. I. (1980), Stratégies de
l’ecodéveloppement, Les Editions Ouvrieres, Paris
Sadgrove, K. (1993), La ecología
aplicada a la empresa, Ediciones Deusto, Bilbao
Schnaiberg, A., Weinbeerg, A., Pellow, D. (1999), ‘The treadmill of
production and the Environmental State’, Mini Conferencia The Environmental State Under Pressure: The Issues and the Research
Agenda, ISA, Chicago
Simon, J. (1996), The Ultimate
Resource 2, Princeton University Press, Princeton (No deja de ser paradójico que prácticamente
la obra completa de Julian Simon, un tecnocéntrico y neoliberal furibundo, sea
accesible de forma gratuita en Internet, lo que no ocurre con los trabajos de
los críticos del sistema, que deben ser religiosamente adquiridos en librerías privadas, aún cuando su elaboración haya
sido financiada con fondos públicos)
Steiguer, J.E. (1997), The Age of
Environmentalism, McGraw Hill, Nueva York
Stern, Paul C., ed. (1997), Environmentally
Significant Consumption: Research Directions, National Academy Press,
Washington
Toman, M. (1992), ‘The Difficulty in Defining Sustainability’, Resources, 106, pp. 3-6
Wakernagel, M., Rees, W. (1996), Our
Ecological Footprint: Reducing Human Impact on the Earth, New Society
Publishers, Gabriola Island
World Commission on the Environment and Development (1987), Our Common Future, Oxford University
Press, Oxford
NOTAS
[1]. -Una parte de este artículo fue presentada para su discusión en el
seminario sobre Necesidades Formativas en la Agricultura de Regadío, organizado
por la Agrupación de Cooperativas de Regadío de Extremadura (ACOREX), en
Mérida, marzo de 2.000. Una buena parte de las referencias propias citadas en
el texto pueden revisarse en mi página web:
[2]. -Doctor en Sociología. Profesor titular en la Facultad de CC.
Económicas y Empresariales de la Universidad de Extremadura.
[3]. -Obviamente la Conferencia de Estocolmo (1972) prometía una
creciente implantación de principios ambientalistas, pero el inicio, apenas un
año después, de la crisis del petróleo, que desencadenó a su vez la mayor
crisis económica mundial reciente, provocó el rápido olvido de aquellos
primeros acuerdos internacionales.
[4]. -Una de las grandes paradojas de la ecología profunda de izquierdas es que muchos de sus ideólogos
forman parte de la jet society de la
urbe global. Aunque encuentran radicalmente anti-ecológico el transporte de
bananas a Europa, o de maquinaria agrícola y productos fitosanitarios a los
países del Tercer Mundo, no parecen opinar lo mismo de su permanente vagar por
los aeropuertos internacionales. ¿Alguien sabe de alguno de estos predicadores
que se haya instalado, más allá de los meses de investigación y trabajo
de campo, a vivir la autarquía que proponen para los demás?. En cuanto a
los ideólogos autóctonos, es habitual
que, en la medida en que sus contactos internacionales se lo permitan, den
rápidamente el salto a Europa o los Estados Unidos. Dando por supuesto, por
utilizar unos términos ideo-agronómicos, que “una cosa es predicar y otra dar trigo”, se debe al menos señalar
sus inconsistencia, especialmente si tenemos en cuenta que los principales
argumentos que utilizan en sus disquisiciones son, en último término, más de
tipo moral que científico.
[5]. -Diversos estudios han puesto de manifiesto que más de la mitad de
los fertilizantes nitrogenados utilizados en las grandes zonas cerealistas de
los países desarrollados no son necesarios para alcanzar las máximas
producciones posibles (Cairncross, 1994:120; ANRC, 1989:42)
[6]. -En España se desarrollaron de forma muy temprana avanzadas
propuestas eco-regionalistas (Gaviria, et al., 1976, Gaviria, Naredo et al.,
1978, Gaviria, Baigorri et al, 1980), inspiradas a su vez en el regionalismo
sureño norteamericano y los trabajos de John Friedmann.
[7]. -En dichas teorías puede detectarse con cierta facilidad la
influencia del maoísmo, pero en términos generales la autarquía tan sólo se ha podido observar en la práctica, a lo largo
del siglo XX, en regímenes políticos poco o nada democráticos, lo que, cuando
menos, plantea serias dudas morales sobre ese principio. Por lo demás, el transporte
e intercambio de alimentos, incluso a grandes distancias, ha acompañado desde
siempre al propio desarrollo de las sociedades humanas.
[8]. -Sin embargo, el alcance de ese reconocimiento es objeto de amplio
y persistente debate en el ámbito de las ciencias sociales, por cuanto a menudo
conduce a un relativismo cultural disfuncional respecto de los objetivos de
sostenibilidad social (la cuestión se plantea en términos muy claros: ¿debe
aceptarse una diversidad cultural que implica, en algunas de sus concreciones,
una manifiesta falta de equidad para determinados colectivos, como las mujeres
o los niños?).
[9]. -Respecto de esta cuestión, las posiciones tampoco están claras.
Podemos entender la Naturaleza como el producto de las interacciones y procesos
evolutivos de todos los seres vivos (incluido el hombre, y sus propias
necesidades y caminos evolutivos), o como un espacio separado de la sociedad humana, matria
del hombre que lo acoge y que por tanto tiene un valor superior, que en
consecuencia tiene sus leyes específicas a las que el hombre debe someterse
anulando así su propia esencia viva (que no es otra que la voluntad creativa).
Pero lógicamente, desde la consideración del entramado de la vida como el
resultado evolutivo de la interacción entre todos los seres, la Naturaleza es
en cierto modo una construcción social, y por tanto sujeta a las leyes del
organismo que, en el curso de la evolución, se ha instituido en ordenador: el hombre. Las posiciones eco-céntricas divergen sensiblemente, en
este punto, de las demo-céntricas.
Desde la
perspectiva del análisis social, hay una contradicción en los términos en la
atribución a la Naturaleza de un peso, en el desarrollo de los hechos humanos,
determinante. Si diésemos por buena esa posición, la Ciencia Social sería
absolutamente inútil; tan sólo la Psicología conductista tendría algún sentido,
como ciencia complementaria de las Ciencias Ambientales, al servicio de una
Ingeniería Ambiental no muy distinta de la voluntad soviética de construcción
de una sociedad y un hombre nuevos.
La Ciencia Social, por el contrario, parte de la convicción de que la Sociedad
es un producto de la interacción hombre/medio ambiente, y de que el destino de
los hombres no está establecido en leyes naturales.
En este
sentido, parece que, una vez más, la clave está por tanto en la construcción de
modelos sociales que respondan a las
necesidades reales de la población realmente existente.
[10]. -En este ámbito deberíamos incluir la promoción de nuevos cultivos
energéticos
[11]. -Atendiendo a este efecto adquiere mayor importancia la
agroecología periurbana de ocio, que en las últimas décadas ha venido
adquiriendo creciente importancia (Baigorri, Gaviria, 1985)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios están moderados para evitar spam, pero estaré encantado de dar paso a cualquier comentario que quieras hacer al texto