5.04.1993

Ciudadanos o idiotes (1993)

Se trata de un texto que se publicó dividido en dos artículos consecutivos





CIUDADANOS O IDIOTES
Artemio Baigorri


Pericles, el gran restaurador de la democracia ateniense, dijo en su famosa oración fúnebre, hace dos mil quinientos años: "Somos los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en la cosa pública". Y aún dijo más: "...no decimos que un hombre que no se interese por la política es un hombre que se ocupe de sus propios asuntos; decimos que aquí no tiene nada que hacer". El aquí era la Atenas en su máximo esplendor, alcanzado precisamente durante la era de Pericles.
Para los atenienses sólo podía hablarse de democracia con la participación plena y activa de toda su ciudadanía (exceptuando a las mujeres y los esclavos, pero tampoco debemos admirarnos, pues en uno de los cantones de una de las más antiguas democracias occidentales, Suiza, todavía en 1990 se decidió mediante referéndum seguir negando el voto a las mujeres). Por eso una de las primeras reformas de Pericles fue la instauración del pago a los regidores públicos, elegidos mediante sorteo, para que quienes vivían de su trabajo tuviesen las mismas posibilidades de dedicación que los ricos.
Pero durante más de dos mil años sólo pervivieron los textos de quienes, directa o indirectamente, despreciaron la democracia: lo mismo Aristóteles que Platón, o incluso el sacralizado Sócrates. El Islam, que inició la recuperación de los autores griegos, hizo sin duda una escarda de aquéllos que no cuadraban con su tiránico sistema de gobierno; de ahí que hoy conozcamos la democracia ateniense, fundamentalmente, por las descripciones de sus críticos.
Aunque hubo antes intentos aislados, silenciados por la Historia oficial (que es la que queda), el renacimiento democrático acontece hace casi cuatro siglos. Pero con inspiraciones como las derivadas de Aristóteles sólo podía sin embargo surgir una teoría democrática imperfecta, de corte aristocrático. Durante casi trescientos años la democracia se entendió como igualdad y capacidad de intervención pública de los tres estados de origen feudal: la aristocracia, el clero y la burguesía emergente. No se incluía en el juego al auténtico pueblo. Voltaire, el liberal Voltaire, entendía como pueblo exclusivamente a los propietarios, siendo el resto una masa etérea hacia la que únicamente se podía sentir desprecio. Los constructores de la Democracia, con mayúsculas, cuando hablaban del pueblo de verdad se referían al 'populacho estúpido'.
Sin embargo, como ha apuntado Anthony Arblaster, ocurre a menudo en la Historia que "grupos radicales desarrollan la lógica de una demanda aparentemente universal más allá de la intención de las clases dirigentes". Así ha ocurrido, efectivamente, con la Democracia, hoy extendida, en lo que hace a aspectos fundamentales de la política (aunque sólo en un escaso número de países del mundo), a toda la población. Pero ello no ha hecho desaparecer las actitudes pánicas de las clases dominantes a la participación real del pueblo, que para ellos sigue siendo populacho, masa, plebe... Naturalmente hoy no se admitiría la propuesta de limitar el voto a los propietarios, o a los hombres, o a quienes sobrepasen una determinada base imponible, como predicaban los liberalesdecimonónicos. Pero puede apartarse al pueblo de la participación política mediante mecanismos más maquiavélicos.
El primero de ellos es la degradación de la imagen de la propia política, situándola como algo ajeno a los intereses privados, calificados de reales, de la población. Simultáneamente se degrada la imagen de los propios políticos, a quienes de padres de la Patria (como se les denominaba cuando la oligarquía monopolizaba esos puestos), se convierte, por arte de birlibirloque mass-mediático, en seres sin escrúpulos, dedicados a su propio beneficio. El mecanismo subsiguiente es la potenciación de mecanismos espúreos, por periclitados, de participación política a través de los llamados cuerpos intermedios, es decir la exaltación de la denominada sociedad civil. La cual permitiría, bajo tales presupuestos, la extracción de una especie de nueva aristocracia, presta a la intervención en los asuntos de Estado a través del corporatismo.
La Historia, a pesar de lo que creían los positivistas, no va en una sola dirección. La Democracia tiene miles de años, pero ha sido admitida durante periodos muy cortos de tiempo, y lo mismo se avanza que se retrocede en lo que hace a los asuntos públicos. Sólo la participación del pueblo, en los mecanismos inventados para canalizar sus demandas, puede asegurar el mantenimiento de una línea de progreso democrático. Acercando así de forma creciente el sistema democrático a ese ideal siempre inalcanzable del poder popular directo. El ser humano, que a pesar de lo que creen algunos biologistas es mucho más listo y adaptativo que las hormigas, las termitas o las abejas, ha desarrollado a tal fin artefactos más avanzados que los de esos inteligentes bichos: el voto, en elecciones o en referéndum, es el instrumento más perfeccionado hasta la fecha de participación directa; y los partidos políticos, como intermediarios directos entre el ciudadano y los órganos de gobierno, son hoy por hoy el más perfecto mecanismo de participación indirecta, con todas sus imperfecciones. Al fin y al cabo es la política, como capacidad de diseño del propio destino de la colectividad, lo que diferencia a las sociedades humanas de los agregados de animales, cuyo destino está fijado individual y colectivamente en los genes.
Si prescindimos hoy de esos mecanismos, a nuestras sociedades sólo les quedan las bayonetas y la Banca, que son las garras de los depredadores humanos. Si el pueblo, hoy ciudadano, no participa con los instrumentos que tiene a su servicio, el voto y la asociación política, conseguidos después de siglos de lucha y probatinas; si no se interesa por el destino de 'la cosa pública', más allá de sus intereses y preocupaciones particulares, entonces se convierte en nada, en un idiote, como temía Pericles, el griego. Un paso más allá, siempre al acecho, están las oligarquías, las viejas y nuevas aristocracias, dispuestas a convertirnos de nuevo en populacho, en plebe. 20-29/IV/93


FERVOR Y REPRESENTATIVIDAD
CIUDADANOS O IDIOTES (y II)
Artemio Baigorri



El fervor por los dos principales instrumentos de participación popular: el voto y la asociación política, no puede sin embargo servir para ocultar el interés objetivo que el resto de las asociaciones de intereses, generalmente de ámbito más estrecho (sea temático, sea territorial), tienen para la sociedad. No cabe duda alguna de que este tipo de asociaciones, como subrayó Tocqueville al analizar los juveniles EEUU de principios del XIX, vertebran y enriquecen a la sociedad; frenan el individualismo insolidario que late como una sombra en las sociedades humanas; canalizan tensiones y, a menudo, pueden constituir un instrumento del cambio social. Contrariamente al abuso que hoy se hace, desde el pensamiento conservador, de la obra de Tocqueville, éste no plantea la sociedad civil como un elemento liberal-individualista frente al Estado, sino como un instrumento colectivista más. "Es fácil preveer que se aproxima una época -escribe allá por  1830- en que el hombre será cada vez menos capaz de producir por sí solo las cosas más comunes y necesarias para la vida. La tarea del poder social se acrecentará, pues, sin cesar".
Sin embargo Rousseau, años atrás, había advertido su desagrado por las "asociaciones sectoriales" por la tendencia natural a identificarse con esas asociaciones y sus intereses, en lugar de hacerlo con la comunidad en su conjunto. Efectivamente, como se ha observado en las últimas décadas en la mayor parte de las democracias, incluida la española, las asociaciones civiles, sean corporativas (profesionales, de cuerpo), económicas (empresariales, sindicales) o sectoriales (conservacionistas, lobbys culturales, etc) han suplantado en demasiadas ocasiones, y de forma creciente, la soberanía popular, obligando a los gobiernos a tomar decisiones contrarias no sólo al programa político que constituye el mandato electoral, sino contrarias incluso al interés general. Aunque también es cierto que, en otras ocasiones, han servido para frenar las tendencias, no menos naturales, del Estado hacia el despotismo.
La base de la convivencia democrática sólo puede estar, por tanto, en un equilibrio entre esa sociedad civil, que representa intereses particulares, sean de orden sectorial o territorial, y la sociedad política que representa el interés general, en tanto se materializa en el contraste de propuestas globales.
Tampoco puede servir el fervor por el voto y los partidos para ocultar las graves imperfecciones de la democracia representativa de partidos, ni mucho menos para considerar la Democracia como un concepto descriptivo de sociedades reales. La Democracia es, simplemente, como se ha insistido, una tendencia, una dirección en la forma de organizar el gobierno y la gestión de las sociedades humanas. Y, salvo que queramos hurtar al pueblo una auténtica participación, en absoluto podemos conformarnos con el tópico (no en balde atribuido a un político conservador) de que nuestras democracias son "el menos malo" de los sistemas conocidos.
En este sentido, sólo puede calificarse como positiva la voluntad, expresada por el Partido Socialista, de elaborar una Ley de los Partidos Políticos, que acometa no sólo los problemas de financiación sino su propia democratización interna (después de Michels se hace difícil creer en la posibilidad de una auténtica democracia interna en los partidos políticos, como acabamos de observar con el rifirafe entre peceros y expeceros en Izquierda Unida; o con la elaboración centralizada de todas las candidaturas del PP desde Madrid, en unos pocos días). Pero si la reforma del sistema se queda en esa regulación interna, será difícil remontar la crisis de credibilidad que amenaza a la democracia de partidos. Es preciso una reforma más a fondo del sistema, que atienda al menos a algunos factores fundamentales.
En unos artículos que casi me parecen viejos (los publiqué justamente en la anterior campaña electoral), partía de la convicción, que sucesivas elecciones tanto en España como en otro países me han seguido confirmando, de que vivimos gobernados por minorías; más o menos selectas, pero en cualquier caso minorías absolutas, con muy bajos niveles por tanto de legitimación real. En conjunto, dos de cada diez ciudadanos decidimos el gobierno de la nación. De alguna manera, conformamos sociedades a cuatro bandas, en las que 1/4 no puede votar; 1/4 no quiere votar; 1/4 que vota oposición; y 1/4 vota el gobierno.
Ello implica que amplias capas sociales quedan sin representación, por lo que me atrevía a insinuar que, dado los medios tecnológicos actuales (y dado el peso que los aparatos técnicos, jurídicos y administrativos del Estado tienen hoy en las propias decisiones políticas), sería más representativo un parlamento configurado, a la manera de la democracia directa griega, a través de una muestra estadística. Prácticamente mediante sorteo. Por supuesto que un sistema tal se contradice con el sistema de partidos, y podría desembocar, llevado al absurdo, en un cierto caos (tal vez no). Pero tal vez no sería una tontería que los partidos probasen a elaborar sus listas mediante algún mecanismo de ese tipo.
Sin duda el sector más masivamente relegado son los jóvenes. ¿Cómo extrañarnos de que los jóvenes pasen de política, si a unos individuos que desde los 14 años discuten de lo divino y lo humano, trabajan en muchas ocasiones, se manifiestan, hacen huelgas, beben alcohol, fuman, se embarazan... a esa gente les impedimos el derecho al voto durante al menos cuatro años? Hay casi un millón de españoles a los que imponemos obligaciones pero no otorgamos el derecho a la participación. Obviamente, cuando llegan a los 18 años están hartos de ver, oir y callar....
Habrá que resolver sin duda alguna todo el sistema de asignación de escaños. El complejo sistema electoral español prima a la vez a los partidos mayoritarios y a los extremadamente minoritarios, y eso no es, evidentemente, democrático. ¡Cómo puede costarle a un partido cada escaño más de 130.000 votos, mientras a otro le bastan con menos de 50.000! Obviamente, en ese reparto, casi 80.000 electores han quedado sin representación auténtica. Aunque los constitucionalistas se lleven las manos a la cabeza, parece obvio que el mejor sistema de asignación de escaños consistiría en un sistema mixto entre la circunscripción única nacional (para el reparto proporcional entre partidos) y candidaturas multicircunscripción. Alegar el temor a la ingobernabilidad del Parlamento es como alegar miedo a la profundización de la Democracia, es decir desprecio de la Democracia como gobierno del pueblo.
Habrá que abrir (lo que no implica ineludiblemente un sistema radical del listas abiertas), de alguna, forma, las listas a los electores, si queremos ir rompiendo la maldición de Michels. Y sobre todo habrá que incorporar mecanismos que garanticen la auténtica libertad de voto de los parlamentarios, siquiera en aquellos asuntos no previstos por el programa político bajo cuyo cobijo han accedido al Parlamento.
Son, en suma, mecanismos que nos acercan al vértigo de la Democracia real, y creciente mente directa. Mecanismos que introducen, sin duda, elementos tensionantes en el sistema político. Pero justamente para eso está el sistema político: para canalizar y resolver las tensiones trasmitidas por la sociedad, y evitar que deban resolverse, en el exterior, en el marco de conflictos más graves. No resolveremos la llamada crisis de credibilidad manteniendo por inercia instituciones viejas y anquilosadas, sino haciendo a la Democracia de partidos crecientemente participativa, y cuanto más directa mejor. Si no podemos funcionar en régimen de concejo abierto, o de democracia ateniense, deberíamos al menos acercarnos lo más posible, aprovechando los crecientes medios teóricos, técnicos (telemáticos) y administrativos de que dispone la sociedad moderna.  30/IV/1993


Referencias:
Baigorri, A. (1993), "Ciudadanos o idiotes", El Periódico de Extremadura, 4/V/1993
Baigorri, A. (1993) "Fervor y representatividad", El Periódico de Extremadura, 5/V/1993

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