A lo largo del siglo XVIII, los ilustrados españoles se despacharon a gusto contra nuestros bosques, como reflejo que eran (los ilustrados, no los bosques) de una sociedad hambrienta que no encontraba mejor manera de acabar con el hambre que buscar, en propuesta de Jovellanos, «bosques que descepar y terrenos llenos de maleza que descuajar y roturar». Así, se procedió a una deforestación sistemática de nuestros montes que haría exclamar a Costa cien años después :«¡Oíganlos ahora y arrepiéntanse, labradores y propietarios: al descargar el hacha en el fondo del bosque, no hirieron solamente al árbol; hirieron, en primer término, a sus hijos; en segundo, a la patria!». Lucas Mallada hablaba por las mismas fechas de «la desnudez de nuestros montes» como uno de los «males graves que aprisionan a nuestra agricultura».
La deforestación de nuestros bosques y montañas ha quedado desde entonces como mal endémico, y periódicamente torna y retorna el tema, en forma de tópico y para relleno de suplementos dominicales, a los medios de comunicación e incluso a la conciencia de la Administración pública. Se intenta entonces solucionar el problema con repoblaciones masivas de pinos o eucaliptus; que, si bien es cierto que contribuyen a paliar el déficit maderero, son las más de las veces tan extraños a los ecosistemas de los montes como lo pueda ser la propia desnudez de vegetación, a la que además irremisiblemente conducen cuando se incendian.
Frutales y árboles de sombra
Con todo, muchos de aquéllos bosques roturados se convirtieron en feraces campos de cultivo, sobre los que en otros muchos casos cruzaron canales. Y en sus ribazos y lindes crecieron otros árboles, continuando con la tradición hortofrutícola. Del paisaje recreado sólo quedan restos, pero todos podemos recordar haber jugado (los que somos de campo) o al menos visitado (los urbanitas) en alguno de aquéllos paradisíacos «hortales» que todo labrador que se preciase cultivaba en su madurez. En muchos casos, los campos de riego en que tantos bosques terminaron convirtiéndose, eran mucho más ricos ecológicamente que el propio bosque.
Sin embargo, a lo largo principalmente de la última década, se ha puesto en marcha un nuevo proceso de deforestación. Nos referimos a la sistemática corta de frutales y árboles de sombra en nuestras mejores tierras de cultivo. Recorriendo las carreteras de las zonas de regadío más antiguo podemos comprobar sobre la marcha cómo vienen desapareciendo gran parte de los árboles que poblaban ribazos, lindes, caminos, acequias y canales.
Según el Censo Agrario de 1972, podemos calcular que por cada hectárea de cultivo había en Aragón un promedio de 1,35 árboles entre los frutales más conocidos. En las tierras de regadío, la densidad de frutales diseminados se elevaba a 3,23. Sugiero a los posibles interesados que, cuando se publiquen los datos del nuevo censo agrario realizado en el presente año,hagan los cálculos consiguientes y comparen las cifras. En varios pueblos de la Ribera del Ebro hemos podido observar más detalladamente el proceso, y ver cómo en los últimos diez años el número de árboles frutales diseminados se reducía, por lo menos, a un tercio. A su vez, hemos observado cómo en los más recientes nuevos regadíos ya ni se plantan árboles.
Podemos suponer que la reducción en el número de chopos, olmos, acacias, sauces y otros árboles cuya única «producción» es la sombra y el abrigo para pájaros ha sido mucho mayor, aunque sobre estas especies no hay datos ni siquiera aproximados (pues sólo como aproximación deben tomarse los datos sobre frutales diseminados, al igual que otros muchos datos del Censo Agrario).
De un culto milenario a los árboles, los agricultores, acuciados por el productivismo y la sociedad de consumo, han pasado a tenerles un odio mortal. De seguir a un ritmo semejante, en muy pocos años no quedarán árboles fuera de las plantaciones regulares de frutales, chopos o pinos. Desde una perspectiva de ordenación integral del territorio, esta segunda deforestación puede acarrear a plazo medio importantes prejuicios.
De principio supone la desertización paisajística del espacio agrario. Esa flora que hoy aún puede contemplarse -y gozarse- en nuestros viejos regadíos se convertirá un día en un monótono tablero de ajedrez sin sombra alguna. La desaparición de los árboles supondrá asimismo en algunos puntos unas mayores necesidades de agua para los cultivos; agua con la que cada vez vamos a poder contar en menor medida.
No es tampoco un problema de importancia menor la pérdida de la raza autóctona de muchos frutales, de los que cada pueblo o comarca tenía su nutrida representación. Un capital genético importatísimo puede perderse, que afectaría tanto a especies foráneas adaptadas a nuestro clima como a especies características de una comarca determinada y que sólo se conservan precisa mente como árboles aislados, no existiendo plantaciones comerciales. La lista de frutales que hallamos en nuestra tierra - aunque sólo los comunes a todos el Estado español sean considera dos en las estadísticas- sería interminable: albaricoques, almendros, cerezos, guindos, ciruelos, manzanos, melocotoneros, pavías, perales, cermeñas, higueras, nísperos, vizpolas de la Ribera, membrillos, nogales, granadas, moreras, caquis, latones del Bajo Aragón, fríjoles y hasta naranjos, entre otros muchos...
La desaparición de árboles puede suponer, asimismo, la desaparición de las especies de pájaros que anidan en ellos y que, además de alegrar el campo, proceden año a año a una escarda de gusanos e insectos que de otro modo atacarían con mayor impunidad a las cosechas, haciéndolas mermar en un porcentaje muchos mayor que lo que un árbol pueda hacerla disminuir al no dejar «orillar» a la cosechadora.
Se pasa la «viruela»
Por suerte, creo que nuestros agricultores están ya terminando de pasar esa especie de viruela productivista de considerar a los frutales como poco rentables, «tan barata como va la fruta». La calidad de las frutas propias es incomparablemente superior a la de las ofrecidas por el mercado, muy bonitas y «mejoradas» organolépticamente, pero insípidas y las más de las veces cargadas de productos químicos a menudo tóxicos.
Los centros de divulgación agraria deberían extender esta nueva actitud hacia los árboles. Más aún, los Ayuntamientos deberían complementar la repoblación de montes retomando aquella antigua y hermosa costumbre, hoy perdida, de bordear los principales caminos del pueblo con chopos, álamos, algarrobos o acacias.
En una medida importante, un buen indicativo de la riqueza de un país y, sobre todo, de su nivel de desarrollo material y espiritual, lo dan los árboles que ha sabido conservar en sus campos. Nuestros agricultores, que piensan en el árbol como en un enemigo que «se come» parte de la cosecha, se admiran cuando por un casual viajan a otros países europeos, donde las producciones son en algunos cultivos más altas que aquí, de la cantidad de árboles y arbustos que los agricultores de esos países conservan en caminos y ribazos.
La riqueza en especies de un territorio, la variedad, expresa en gran medida el potencial ecológico y aún económico del mismo. La tala indiscriminada de árboles va en la línea de una agricultura «dura» que especializa cada tierra en un monocultivo, de forma que su agotamiento llega antes; su empobrecimiento ecológico conduce además a otros perjuicios, ya apuntados.
Parece que hoy estamos ya concienciados sobre la necesidad de conservar y acrecentar nuestro patrimonio forestal. Volvamos ahora la mirada hacia esos otros árboles más cercanos y familiares, que como aquéllos bosques roturados a lo largo de los siglos recientes (para terminar convertidos después, en muchos casos, en yermos), están también amenazados por las mismas hachas. Mimemos esos árboles que, en palabras de quien tanto los amó, «hacen tierra vegetal, hacen manantiales, hacen oxígeno, hacen salud, hacen pájaros y flores, hacen poesía, hacen hogar, hacen sombra, hacen país...».
10.I.1983 Zaragoza
ADDENDA (añadida para el libro "De lo que hay de lo que se podría", 1987): Recuerdo que la motivación primaria para escribir este artículo (sobre algunos de cuyos aspectos había estado trabajando en La Rioja y algunos pueblos de La Ribera) fue el arranque de los hermosos olmos que convertían casi en un túnel -fresquísimo en verano- la carretera de Mallén a Fréscano y Magallón. Y hay que decir que posteriormente la Diputación de Zaragoza sí que ha vuelto a plantar árboles en algún punto de esa carretera, y de otras. Que cunda... En cualquier caso, podemos confirmar ahora las previsiones que hacíamos respecto del Censo Agrario realizado en aquél año (1982). Efectivamente, frente a una densidad de 1,35 árboles frutales diseminados por Ha cultivada en Aragón en el Censo de 1972, el nuevo Censo ofrece un resultado de 0,42 árboles. En sólo diez años hemos talado más de dos tercios de este rico patrimonio. Que no cunda más esta masacre...
Referencia:
Baigorri,A.(1983), "Segunda deforestación de nuestros campos", El Día de Aragón, 12 de enero, pag. 9